Era pleno verano y hacía demasiado calor para dormir. Salí al balcón de mi departamento buscando el fresco y, distraído, miré hacia los balcones del edificio de enfrente y noté que de uno de ellos brotaba una luz tenue. Alumbrada apenas por esa luz, una pierna de mujer, desnuda hasta lo alto del muslo, se movía, subía y bajaba, asomaba desde el interior del departamento. Parecía animada por el deseo de mostrarse. Todo lo indicaba, el modo de moverse, su lentitud. Era una señal, tal vez dirigida a mí, aunque difícil saberlo, porque en ese caso su dueña habría debido anticipar mi salida al balcón, que yo mismo no había previsto, o tal vez era solo el signo de su propia autonomía, la entrega a ese movimiento que no se detenía ni variaba su ritmo, no dejaba de subir ni bajar, la carne entre blanca y sonrosada, desnuda, en la quietud de la noche. Pensé que la mujer, la dueña de la pierna, estaba haciendo el amor, en una torsión que solo dejaba expuesta esa parte de su cuerpo, mientras que el resto, que no salía a la luz, se mantenía en su entrega. Pero la idea misma de que estuviera siendo poseída contrastaba con esa serenidad y dominio de sí, que parecía exigir un control y una entrega, una entrega al control de cada ascenso y descenso, una voluntad que prescindía de cualquier otro gesto, salvo el hipnótico de mostrarse. Yo permanecía refugiado en la oscuridad del balcón, preso de la vergüenza de espiar y expectante frente a la posibilidad de que la mujer realizara un movimiento distinto. Que retirara la pierna, por ejemplo, y desapareciera por completo en el interior de su departamento. O que se levantara del piso y saliera al balcón y se dirigiera a mí, invitándome a encontrarnos.
Pasé horas así, a la espera. Fue la noche más sensual de mi vida. Lenta también, la luz de la madrugada fue subiendo por el mundo y opacó la luz de ese departamento, y al amanecer la pierna se convirtió en una cortina de voile que se agitaba con el viento.