En el nuevo escenario de la política nacional hay una pregunta sin respuesta: ¿cómo será llenado el lugar que ocupaba Néstor Kirchner? La presidenta Cristina Fernández va a iniciar el último año de su mandato actual con esa incertidumbre. Pero eso no significa necesariamente que enfrentará dificultades novedosas. Al respecto se tejen todo tipo de conjeturas; cualquiera de ellas es tan probable, o poco probable, como todas las demás.
Ante todo, no está para nada dicho que la agenda de gobierno deba cambiar en aspectos fundamentales. Por supuesto, quienes no aprueban la gestión de este gobierno mantienen expectativas de algunos cambios; pero la agenda de los gobiernos no la fijan quienes lo desaprueban sino el gobierno mismo y, en todo caso, quienes lo aprueban.
En su primera aparición pública después de las exequias de Néstor Kirchner, la Presidenta ratificó su “modelo económico”. La opinión pública en gran medida aprueba la política económica del Gobierno.
Hay analistas que ven las cosas de otra manera y piensan que el Gobierno debería reconocer algunos peligros inminentes sobre la coyuntura económica argentina, pero esos analistas no gobiernan ni votan. En cuanto a los mercados, estos días no se han mostrado particularmente preocupados por el futuro cercano de la Argentina.
Las razones por las que la Presidenta podría considerar que su agenda requiere algunos cambios serían enteramente políticas. Puesto que una proporción considerable de la sociedad no piensa que todo está tan bien en la Argentina –aunque la economía esté bien–, si el Gobierno se orientase hacia un mayor consenso social en lugar de abroquelarse en la pluralidad de la sociedad que lo sostiene, entonces podría tomar en cuenta algunos puntos de vista distintos. En esa perspectiva, el Gobierno podría matizar con otras políticas el énfasis que hasta ahora viene poniendo en la reactivación del mercado interno y la distribución de subsidios para aumentar el poder adquisitivo de las clases medias y bajas. La educación y la seguridad interna serían candidatas obvias a esa agenda complementaria.
En esa hipotética perspectiva, algo también podría esperarse de la política antiinflacionaria y del estímulo a la inversión productiva y al crecimiento de la competitividad por mayor productividad.
La tasa de inversión en la Argentina sigue siendo relativamente baja y la economía no es suficientemente innovadora en todas las industrias.
Una corrección monetaria severa, de tipo ortodoxo, para enfrentar la inflación, posiblemente sería incompatible con lo que hasta ahora está funcionando en materia macroeconómica. Pero un sinceramiento razonable de las estimaciones y de las actualizaciones de algunos precios podría tener lugar. Hoy en día muchos nos preguntamos inclusive si es sostenible que dentro del Gobierno convivan versiones distintas acerca del tema inflacionario, como la del hiperactivo secretario de Comercio, que niega rotundamente el tema, y el ministro de Economía, que lo admite pero sostiene que sólo afecta a la clase media alta –sin que quede claro si piensa, en línea con el secretario de Comercio, que el aumento de los alimentos de primera necesidad es un espejismo o si lo que en realidad está diciendo es que para los sectores bajos el aumento de los ingresos de las familias va más rápido que el aumento de la leche o de los fideos.
En ninguna parte es esperable que un gobierno decida por si solo compartir el establecimiento de su agenda con quienes no piensan como él.
Eso no ocurre sino cuando un gobierno se siente débil; y ese está lejos de ser el caso en la Argentina de hoy. Pero aquí aparece otro aspecto de la situación posterior a la desaparición de Néstor Kirchner.
En la tradición política del peronismo, cuando por alguna razón el general en jefe de los ejércitos no está, el conjunto del peronismo se mueve en busca de consenso interno; tiende, como por un automatismo, a una mayor distribución del poder interno entre los más altos oficiales.
Entonces se produce la tendencia a que el predominio del concepto de mando cede algún espacio al predominio de la política, de la tradición verticalista se pasa a la tradición confederal. Eso se vio en el peronismo de 1982, que emergía del régimen militar y se preparaba para la competencia electoral del ’83, y se vio también en el peronismo de 2002, después de la catástrofe de 2001/2002.
Cuando se dan esas circunstancias, los jefes políticos de las provincias, o los gobernadores, y hasta algunos intendentes relevantes, reclaman de distintas maneras una mayor cuota en el ejercicio del poder.
Y eso lleva a nuevas y más diversas demandas que afectan, o pueden afectar, la agenda del gobierno.
Si en algo fuese a cambiar el programa del Gobierno nacional en los próximos meses, aun cuando sea marginalmente, no será porque hay una parte de la sociedad que se manifiesta insatisfecha o que no lo votaría, ni porque algunos dirigentes opositores eventualmente sorprendan diciendo que tienen algo distinto que proponerle al país, ni mucho menos porque hay expertos y técnicos que critican la política económica.
Si algo fuese a cambiar sería porque desde adentro del peronismo se produce un movimiento gradual hacia una redistribución del poder, y porque ese movimiento termina generando en el Gobierno nacional un instinto adaptativo que lo mueve a algunos énfasis distintos.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.