A lo largo de la historia ninguna creación humana ha producido un impacto más significativo en su desarrollo que el capitalismo de mercado y su agente principalísimo: la empresa.
Desde el año 1000 al 1820 el incremento del ingreso per cápita fue muy lento, apenas en sincronía con el crecimiento poblacional; a partir de allí, y debido al impacto generado por las revoluciones industriales, éste se ha incrementado ocho veces. Doscientos años atrás el 85% de la gente vivía en la extrema pobreza; en la actualidad esa cantidad alcanza al 16%. La esperanza de vida pasó de 30 a 68 años. Hoy el 84% de los adultos puede leer. En los últimos 30 años el PBI mundial creció 150%, reflejando fenomenales incrementos en la productividad y el ingreso al mercado de consumo y producción de gran cantidad de personas de los países emergentes.
El capitalismo de mercado contribuyó al bienestar de porciones significativas de la humanidad, mediante el emprendedorismo, la innovación, el comercio de bienes y servicios, la inversión y el financiamiento.
Es un hecho que no pudo ser encontrado otro mecanismo que el capitalismo para lograr ese propósito y que los sistemas colectivistas que pretendieron sustituirlo han sido tan efímeros como inconducentes.
Asimismo, los conceptos vertidos por la Doctrina Social de la Iglesia en orden a promover una sociedad más justa para mitigar las desigualdades sociales y económicas, tanto del liberalismo como del colectivismo, se constituyen aún hoy en un punto de referencia aspiracional, aunque no se han materializado en un cambio cultural de características tangibles en la articulación del sistema socio-político y en el manejo de los factores que conforman la generación de la riqueza y su distribución.
Lo dicho no implica que el capitalismo de mercado y la empresa sean perfectos sino que en su raíz yacen las fuerzas que generan sus propias crisis.
Es así que hoy nos encontramos globalmente enfrentando enormes desafíos en lo social, económico y medio ambiental. Los efectos de la crisis de 2007 hacen todavía sentir su impacto, porciones significativas de la población mundial continúan en la marginalidad, las concentraciones urbanas crecen, la creación de trabajo, pari passu con el impacto disruptivo de las nuevas tecnologías, se torna más dificultosa y se empieza a sentir una realidad preocupante: el incremento de la inequidad. Desde el papa Francisco hasta el presidente Obama han advertido sobre los efectos perjudiciales de este fenómeno.
En consecuencia, la gran empresa no tiene buena imagen entre los intelectuales, los políticos y la gente en general; los reclamos que se hacen sentir en los círculos académicos, en los medios, en las redes sociales y en la política en su conjunto, llevando a los líderes que ejercen la conducción de los países a la fijación de políticas que muchas veces deterioran la competitividad y disminuyen el crecimiento; sin embargo, no debemos dejar de enfatizar la hipocresía materializada en la conducta de los inversores en los mercados globales de capital que, buscando los mayores retornos sobre su inversión, presionan a los responsables del manejo de las empresas a enfatizar las conductas que, en teoría, se desea cambiar.
Se necesita un nuevo paradigma. Bajo el paradigma “clásico” las empresas tuvieron como propósito satisfacer las necesidades del mercado mientras generaban ganancias para sus accionistas sin interesar demasiado el uso que hacían de los recursos, el medio ambiente y de la gente, con un enfoque en las ganancias de corto plazo y un concepto de “suma cero”.
Se empieza a tomar conciencia de que algo debe cambiar y aunque sin cuestionar a la empresa como la más potente entidad generadora de valor, se busca de ella un propósito más trascendente, en la medida que se considera que debe comprometerse en el desarrollo integral de la sociedad, para atacar la inequidad y al mismo tiempo cuidar los recursos.
El tono de los tiempos que corren es desarrollar una empresa que genere valor compartido mediante un nuevo propósito: el desempeño con integridad. Que cree tanto riqueza como propenda al progreso social. Dicho valor compartido deberá generar valor (riqueza) no sólo para los accionistas (el enfoque clásico) sino para la sociedad en su conjunto materializada en todos sus grupos de interés: accionistas, empleados, clientes, proveedores, medio ambiente y la comunidad donde las empresas se desenvuelven.
El concepto liminar es que no toda ganancia tiene la misma calidad. La ganancia que a su vez se involucra con un propósito social representa una forma más virtuosa de capitalismo al crear un círculo virtuoso para la compañía y la prosperidad de la comunidad.
Michael Porter y Mark Kramer, en su trabajo de 2011 Creando valor compartido, sostenían que el capitalismo debe ser reinventado para desatar una nueva ola de innovación y crecimiento.
El concepto de valor compartido va mas allá de la “responsabilidad social”. Es una búsqueda diaria, es alejarse del concepto de “suma cero”. Bajo este nuevo enfoque las necesidades sociales definen los mercados y que los daños o debilidades sociales generan, tarde o temprano, costos económicos para las empresas y la sociedad, como ser el desperdicio energético y del agua, el desperdicio de materias primas, accidentes, y el costo de entrenamiento de las deficiencias educacionales y la inseguridad que genera la marginalidad.
La materialización del concepto de la creación de valor compartido consiste en re-concebir los productos y mercados, redefinir la productividad en la cadena de valor y permitir el desarrollo de los “clusters” locales.
La productividad tiene que estar orientada a redefinir las estrategias y las prácticas operativas que, mejorando la competitividad de la empresa, mejoren al mismo tiempo las condiciones económicas y sociales de las comunidades en las cuales las empresas operan. Consiste en: legitimar el producto ofrecido; mitigar el impacto ambiental; potenciar las capacidades y la salud de los empleados; incrementar el valor creado por los proveedores; minimizar el consumo de agua y de la energía, tratar de coadyuvar al bienestar de las comunidades donde la empresa opera; cumplir la ley y no convivir con la corrupción.
Sus integrantes internalizan un propósito ético y trascendente en donde se preguntan: por qué la compañía existe; qué beneficios genera en sus grupos de interés; qué perdería la sociedad si la empresa desaparece; cuáles son los principios que defiende; cuáles son los atributos por los cuales quiere ser reconocida; cómo los grupos de interés internos y externos perciben a la compañía.
Algunas grandes empresas ya comienzan a internalizar estos conceptos para constituir una síntesis virtuosa entre los aspectos positivos de las experiencias liberales, socialistas y los conceptos aspiracionales de los líderes del campo espiritual.
*Director del Centro KPMG para la Competitividad y la Innovación.