Hace unos días estuve en Santa Fe. Me encontré en un bar con unos amigos a tomar porrón helado. Allá, en el litoral, la cerveza siempre está bien fría. Servir porrón caliente ameritaría que la municipalidad te cierre el boliche, vaya atropello. Hablamos hasta tarde un poco de todo: libros, cosas de nuestra vida ordinaria, sacamos el cuero, libros de nuevo. Todos escribimos y todos leemos. Estos últimos tiempos que estoy con el berretín de Estela Figueroa siempre saco el tema. Siempre alguien tiene algo para contar de ella: alguien la vio una vez, alguien la escuchó leer hace más de diez años, alguien tiene un conocido en común con ella, alguien conoce a las hijas. Alguien estuvo en Buenos Aires y una amiga le señaló una puerta y le dijo que allí había vivido el ex marido de Estela. Al final no era esa casa, pero no importa. A veces pienso que Estela Figueroa no existe, que es una leyenda santafesina, un cuento chino. Hace un par de años, en un festival de poesía justamente en Santa Fe, conté una anécdota que me contó el poeta Rodolfo Alonso sobre Juan L. Ortiz. Después de mi intervención, Martín Prieto dijo que alguna vez habría que escribir la historia oral de la literatura: relatos, fragmentos, escenas que no están en los libros sino que están en los escritores. Por ejemplo, yo creo que una vez, hace una década al menos, hablé por teléfono con Estela Figueroa. Pero no estoy absolutamente segura de que haya sucedido. Un amigo en común me dio su número. Puedo verme en el lugar donde en esa época tenía el escritorio llamándola. Puedo verme de cara a la ventana que da a la calle, entra una luz que parece del atardecer, puedo ver que la cortina se mueve con el viento. Pero ¿hablé con ella en realidad? Sé por qué quería llamarla, sé que quería invitarla a leer en Buenos Aires. No recuerdo su voz ni cuán larga fue esa conversación, si es que existió. Sé que me dijo que no. Pero ¿hablamos de verdad? O solamente tuve la intención y el amigo que me dio su teléfono me dijo que seguro no iba a aceptar. Tal vez sí la llamé pero no atendió. Tal vez no estaba en su casa. Tal vez colgué antes de que atendiera por temor a que me dijera que no.
Entonces les cuento a mis amigos que unas noches atrás leí poemas suyos en la presentación de una revista. Me preguntan qué poemas elegí y qué dijo la gente que estaba escuchando, si la conocían. Algunos sí la conocían, los que hacen la revista al menos sí la conocen. Los demás no sé, eran todos muy jóvenes. Les digo que espero haberla leído más o menos bien, es difícil leer poesía, con más razón si no es propia, coincidimos todos. Nos acordamos de los dos poemas que le dedicó a Inchauspe.
Estamos en el patio del bar. Llovió a baldes todo el fin de semana, dejó de llover a la tarde. Todavía hay humedad en el aire, aunque creo que eso es casi siempre así en Santa Fe. Por las paredes trepan las enamoradas del muro: “La enamorada del muro/ depende del muro./ A él se aferra./ Si el muro se cae/ ella se desparrama/ como una cabellera sin cabeza”. Ay, Estela, que estás en todas partes.
Alguien propone comer algo pues ya son varios los porrones vacíos sobre la mesa. Decimos que sí, sin hambre. Viene la moza y le preguntan si hay triples de lengua. Creo haber escuchado mal y pregunto triples de qué. De lengua, me dicen con total naturalidad. Insisto en si es una manera de decir, como esas masitas que se llaman lengüita de gato. No, es literal, me dicen. Y solamente espero que no sea como cada vez que pregunto a qué sabe algún bocado salvaje, que no me vengan después con que igual la lengua tiene gusto a pollo.