Hay un célebre artículo del ensayista peruano José Carlos Mariátegui, de 1925, llamado El caso Raymond Radiguet. Es un texto muy conocido, sobre el que se ha escrito mucho (yo mismo le dediqué una columna en este suplemento hace algunos años: ¡Ah, el público se renueva!). Radiguet, muerto a los 20 años, rápidamente se convierte en un best-seller, y su novela El diablo en el cuerpo llega a la 112ª edición. Frente a eso, escribe Mariátegui: “Si Radiguet viviese todavía, sus novelas no hubieran llegado a la 112ª edición. Puede hasta formularse dos hipótesis sobre su muerte: primera, que Radiguet, consciente de haber escrito su obra maestra, y deseoso de valorizarla, haya muerto voluntariamente (de la vanidad de los literatos, cabe esperarlo todo). Segunda, que Radiguet haya sido sigilosamente asesinado por su librero (de la réclame moderna hay que temerlo también todo)”. Todo esto llama a una pregunta: ¿cómo se publicita un libro? ¿Hay alguna diferencia entre publicitar un libro y una lata de choclo en granos?
Pensaba en todo esto mientras leía Babelia, el suplemento cultural del diario El País, de Madrid. Una de las cosas por las que prefiero leer los diarios en papel y no en Internet, es porque me gusta ver las publicidades (ausentes en la versión on line). Los avisos, además de la función de primer nivel (seducir al acto de compra) tienen también una dimensión informativa sobre el funcionamiento del mercado, de la sociedad y hasta de la cultura. En Babelia me gustan las publicidades que hace la editorial Anagrama. Generalmente son chicas –un zócalo al pie de página–; a veces, más pequeñas aún, pero muy cargadas de información: el nombre del autor, del libro, la foto de la tapa del libro, a veces la foto del autor, una breve frase que resume el libro, y la firma institucional (“Anagrama. 40 años 1969-2009”). Según la semana, publicitan entre dos y cuatro libros, y a veces colocan más de un aviso en un mismo suplemento (sobre todo en páginas impares, las de mayor visibilidad y mayor precio). En Babelia del 19 de septiembre había dos avisos. En la página 7, una publicidad dividida en dos, daba cuenta precisamente de dos novedades: a la izquierda, Deseo de ser punk, de Belén Gopegui, escritora consagrada, autora de la notable La conquista del aire, y a la derecha, Vínculo, de Isabel Fonseca, presentada como “un excelente debut novelístico”. Y en la página 13, otra publicidad. Junto a la tapa del libro y la foto del autor, había un texto que decía: “Josh Bazell. Burlando a la parca. Un thriller desopilante entre House y Los Soprano. ‘Muy original, muy divertido y muy negro’ (Literary Review)”.
Creo que esa publicidad está llamada a hacer historia. Marca el momento en que una novela se publicita –se intenta vender– porque se parece a dos series de televisión. No leí el libro (algo me dice que dudo que lo haga) y no puedo evaluar si efectivamente está “entre House y Los Soprano” pero, en cambio, queda perfectamente en claro que ésa es la estrategia de venta de la novela. Mientras que al libro de Fonseca se lo presenta bajo el aura de la primera novela, y al de Gopegui se le buscan referencias literarias (“un relato que bebe de Salinger”), el de Bazell está instalado en el mundo de lo mediático. ¿Hay alguien que compre una novela de una editorial seria y prestigiosa como Anagrama porque se parece a una serie de televisión? ¿Estará la publicidad buscando lectores entre el público que habitualmente no lee? (quizás Anagrama pagó una fortuna por los derechos de libro y necesita ampliar su base de lectores). O a la inversa, ¿supondrá que las mejores series de televisión están a la altura de las mejores novelas, y entonces citar a House y Los Soprano se vuelve una mención erudita, un código entre entendidos? Es prematuro para saberlo. Pero al menos dejemos testimonio de que algo nuevo está ocurriendo en el discurso de la publicidad de libros.