Mi hijito no abre la heladera descalzo. Sabe que es peligroso y yo no sé cómo lo sabe. Me alegra que tome la precaución aunque, si me apuran un poco, no sé cuán cierto sea, ni cuánta gente ha muerto electrocutada por abrir la heladera sin zapatos, ni qué cosa exactamente sea la aislación, ni mucho menos cómo es que lo que fabrican Atucha y Yacyretá viaja por los cables. Para seguir adelante con la vida, lo que sabemos es una mezcla de lo que sabemos y lo que saben otros. En cierto punto de la madurez, esa diferencia se hace indiscernible. Y sabemos cosas que no verificamos.
Siento que este principio opera también en la historia del cine, o en la historia de la percepción y recepción del cine. Muchas obras de arte quizá no se filmen porque la recepción de las obras vigentes (modelares) es más importante que las pulsiones individuales de un artista, esos que hace unos años se hubiera llamado genios.
El cine ya no ocurre como antes. No es un encuentro anónimo y umbrío. Es una salida ruidosa al shopping con todo tipo de obstáculos. ¿Y qué decir de los contenidos? El sistema de distribución (las salas pretenden meter muchas proyecciones por día) hace que todas las narraciones deban cerrarse en 120 minutos, idealmente en 84. Quedará para el recuerdo el cine Gran Rex de Flores, donde daban dos películas y a nadie se le hubiera ocurrido pagar para ir a ver una sola. ¿Qué otra película le podemos ofrecer al consumidor que viene buscando esta?
Esto ha evolucionado y es un algoritmo que hoy por hoy se llama Netflix, aunque hay sinónimos. Sabe qué ofrecernos de acuerdo a lo que ya hemos visto. Pero además sabe cómo ofrecerles a algunos directores bastante inigualables un espacio donde ni la duración ni el contenido parecen estar digitados por la urgencia del pochoclo. Ojo, hay pochoclo, y mucho, pero también estrena Scorsese, se concibe Roma o se encuentran todas las de Noah Baumbach. Su más reciente, Marriage Story, es una pequeña maravilla de diálogos brillantes, de largas escenas con ritmos agudamente teatrales, de puntos de vista complejos y una serie de virtudes que seguramente los productores que buscan los 120 minutos de gancho cinematográfico hubieran considerado prescindibles. No sé cómo han sido las cosas pero es seguro que Marriage Story –una historia de amor contada en su punto más paradójico, el de un divorcio escalofriante– en manos de estudios y distribuidores convencionales podría haber estado forzada a durar media hora menos. Baumbach escribe con inteligencia y habilidad y dirige como un escultor renacentista. Sus actores le garantizan tanto la eficacia como la popularidad. Es fácil reventar taquilla con Scarlett Johansson y seguramente más fácil complacer paladares negros con Adam Driver, un enigma, un ser de luz de otro planeta (turbio y escaleno) que –según dice– no se atreve a verse en sus propias películas. El film ofrece una serie de escenas inolvidables, como la de la navaja, diseñadas con un amor, una precisión y un apetito clásico que faltan en casi todo el cine yanqui que va para las salas. No contento con estas garantías absolutas, Baumbach incluye un equipo de actores cuya impronta artística (y no industrial) es ya un legado: Wallace Shawn, Laura Dern, Alan Alda.
Netflix es responsable de la otra “story” de Noah Baumbach: The Meyerowitz Stories, aquella gema controversial, magnética, con un elenco de lujo que en 2017 jaqueó a Cannes, ya que Almodóvar, con razones de peso, objetó que el festival de cine debía exhibir las películas que llegan al cine y no a los televisores. Es una expresión de deseo compartido, pero ¿qué pasa cuando los directores solo obtienen las garantías creativas que necesitan en una plataforma y no en el cine de distribución comercial?
Son materiales que pasan rápido al acervo cultural de un país equis. Todos las hemos visto o podemos verlas. Todos las posteamos y comentamos. Rápidamente, sus elementos en debate se convierten en verdades adquiridas: todos las sabemos. Como no abrir la heladera descalzos. De golpe, son “la” cultura. Son películas que no hay que ir a buscar; se te ofrecen solas. Algo ha cambiado y aún no podemos precisar si es bueno o pésimo.