Se nos viene encima el Festival Internacional de Buenos Aires (Fiba) y de pronto no localizo cuándo comenzó exactamente mi apatía. ¿Por qué antes me entusiasmaba tanto y ahora ni haré el esfuerzo por saber quién viene, ni a qué?
Hubo un tiempo –quizás fue la juventud– en que el Fiba organizaba nuestra agenda. Septiembre era un tajo en los quehaceres: no convenía estrenar justo antes porque la gente se iba a distraer enseguida con las novedades foráneas; tampoco se podía estrenar al terminar porque la misma gente iba a estar muy cansada de ver cosas y justo después vendría el impiadoso estío. O sea que, en términos reales, el Fiba era una pesadilla de adrenalina, envidias, decepciones y algún reencuentro con la fe. No me queda ya nada de eso. No creo que sea culpa de quienes han dirigido los Fiba, es un cansancio personal.
¿Cansancio de qué? De esto: un actor amigo –espontáneamente y por casualidad– se queja en redes de que le ofrezcan ir a un casting para una obra a estrenar en el Fiba; por toda remuneración se le ofrecen tres mil pesos. Es un punto de no retorno en la precarización y la impostura. Paremos acá. El Estado, representado en esta ocasión involuntariamente por el Fiba, supone –viendo nuestra historia– que los teatristas obramos por amor y no llevamos adelante un trabajo real y serio. No es real ni es serio y nunca lo ha sido, pero de un modo que no es el que el Estado jibarizado por Cambiemos y sus espíritus suponen. Uno está bien dispuesto a juntarse gratis con amigos para explotar su propia creación, ser su patrón. Pero un casting para algo que llene grillas hechas para mostrar la vitalidad de nuestro teatro es triste como la ausencia. Probablemente haya sí alguito de dinero para escenografía, vestuario, luces, mapping, etc., pero la hora hombre del teatro no vale un pomo. Desato mi ira irrevocable: prefiero actos con dos sillas antes que saber que las cosas se pagan pero las personas no.
Ojalá me equivoque y haya magia este enero. Yo ya no voy más.