Me enteré gracias a una gacetilla de la reedición en Eudeba, en la Serie de los Dos Siglos, dirigida por Sylvia Saítta y José Luis de Diego, de Diálogo en los patios rojos, de Roberto Raschella, novela publicada originalmente en 1994 en la editorial Paradiso. ¿No había sido reeditada hasta ahora? ¿En serio? ¿Por qué habrá sido? Quizás porque se supone que este tipo de literatura no vende. Pero ¿qué significa vender? ¿Cuánta es la diferencia entre una novela argentina que vende mucho y una que vende poco? Es tan pequeña la brecha comercial que separa el éxito del fracaso que tiendo a pensar que la literatura argentina “es” el fracaso mismo, situación que no me es ajena en absoluto. Lejos de mí, sin embargo, la intención de llevar a cabo una apología del fracaso, o mejor dicho, de la lateralidad, el margen, la rareza (el fracaso es, antes que económica, una categoría moral, por eso mismo insuficiente: siempre son preferibles los términos topográficos, los desplazamientos, los alejamientos del centro en un mapa imaginario). Pero diré, sí, que un escritor verdadero, un artista, vuelve irrelevantes los criterios convencionales de éxito, los pone en cuestión, los desafía o, incluso, los ignora. Por supuesto que esto muchas veces no se entiende o se entiende al revés, como sucedió, por dar un ejemplo reciente, con cierta repercusión –en clave de “discusión” o “debate”, sobre algo que en realidad no amerita ningún debate– de las agudas declaraciones de Marcelo Cohen en un buen reportaje publicado por la página diaria de Cultura del diario Clarín, el viernes 13 de este mes.
Raschella es un gran escritor (narrador y poeta) y Diálogo en los patios rojos, su primera novela, un gran libro. En la contratapa de la edición original se menciona “ese antiguo y luminoso estado de la palabra”, frase que me parece de una total justeza. Porque, si a primera vista Diálogos… se exhibe como una novela sobre la memoria, sobre los recuerdos, sobre un torrente de conversaciones, voces e inflexiones que se entremezclan en el límite entre el flujo de la conciencia y la materialidad de las cosas, es ante todo una novela sobre el estado de la palabra, el estado político de la sintaxis. Escrita en una lengua castellana que trae el sedimento de la inmigración italiana (pero que nunca es cocoliche: es más bien una lengua otra), por ese sedimento viaja la memoria del idioma, que incluye la memoria de la ciudad, de la naturaleza dentro de la ciudad (las palomas, el sol), los amores, la muerte. Es como si Raschella viniera a decirnos que recordar es fácil, pero olvidar, imposible… y en ese olvido imposible, en ese volver a hacer presente lo que el presente quiere olvidar, la novela se asienta en una interrogación esencial, en la pregunta por el estado de la lengua en la contemporaneidad. Esa pregunta, esa vacilación, aparece ya en Malditos los gallos, su primer libro de poesía, y por supuesto en Si hubiéramos vivido aquí, segunda novela de una trilogía que, hasta donde sé, nunca se completó (o nunca se publicó). Releyendo a Raschella y a otros, como a Marcelo Cohen (frase desdichada: nadie es “como” Raschella, nadie es “como” Cohen…), vuelvo a pensar que no me interesa ninguna literatura argentina que no se interrogue críticamente sobre el estado de su material, sobre el estado de la lengua.