COLUMNISTAS
2001: La odisea de un país en llamas

Una referencia fallida

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Saqueos. La desafección social y la falta de confianza en la respuesta de la política a los problemas llegó a su punto más alto. | cedoc

La cultura política argentina ama la épica y las efemérides. Tal vez como una forma de resistirse a pensar y enfrentar el futuro, nos hemos especializado en generar a partir del recuerdo –o más bien de una deliberada selección de algunos de ellos-, una capacidad nostálgica de evocación que origina no pocos malentendidos históricos y algunas confusiones políticas severas que pretenden imponérsenos como hechos consumados o como análisis irreprochables. Lo sucedido en diciembre de 2001, desde el “corralito”, las movilizaciones populares, la renuncia de de la Rúa y la sucesión de presidentes hasta la asunción de Eduardo Duhalde, ha quedado instalado dentro del discurso político como un momento de excepción, y como un hito a partir del cual se busca ordenar la mirada no solo sobre otros pasados, sino incluso sobre el presente. 

Sin restarle ni un poco de su importancia y gravedad, una mirada retrospectiva y de gran angular de la vida política argentina a 20 años de aquellos días, puede ayudar a delinear una mirada alternativa.

Un diciembre tormentoso. Los primeros días de diciembre de ese año, los diarios reflejaron el estado de cosas luego de una medida que, de algún modo, terminó de activar el proceso de deslegitimación del gobierno del Presidente de la Rúa. El lunes 2 se impuso el “corralito” y, ya con un clima social cargado, la medida no hizo otra cosa que empeorar la situación. La primera plana de los principales diarios anunciaba desde el freno a la actividad comercial hasta el descontento social de los ahorristas, pasando por la creciente preocupación en torno a un préstamo del FMI que tardaba en llegar. Algunos titulares más fuertes anunciaban el fin de la convertibilidad, aquela creación de Domingo Cavallo que había dado estabilidad monetaria durante una década. Los más sensacionalistas se animaban a reproducir una propuesta de Charly García y de Diego Maradona para formar un triunvirato de gobierno con el ex presidente Carlos Menem.

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Si bien los diferentes aspectos de la vida argentina se irían poniendo más difíciles a partir de ese momento, ese principio de diciembre no reflejaba una situación inédita de crisis para la media nacional o, menos aún, una situación terminal del gobierno.

Las especulaciones sobre cómo operó cada actor político de relevancia para que las cosas terminaran como terminaron están todavía en el terreno de la mera invención y, con suerte, alguna vez los historiadores nos darán una versión más acabada y precisa. Lo cierto es que la combinación de factores políticos y económicos, el abandono del vicepresidente en un contexto de coalición política, el casi nulo apoyo de su propio partido, los desaciertos de gestión política y la mala lectura de las reacciones ciudadanas, irían condicionando de modo acelerado al gobierno de la Alianza, cuya supervivencia se hizo imposible. 

La crisis que se derivó luego de los episodios de diciembre de 2001 -en los que una vez más la violencia se hizo presente- fue de una intensidad inusual y, sin dudas, los peligros en términos de disolución institucional fueron gravísimos. La activación social, entremezclada con la protesta de ciudadanos aislados, profundizó la crisis económica hasta el punto de casi hacer desaparecer la moneda, instaurar la cultura del trueque y la toma de fábricas para la preservación de puestos de trabajo. La desafección social y la falta de confianza en la respuesta que la política podía dar a los problemas llegó a su punto más alto, y llevó a algunos expertos a explorar interpretaciones ligadas a la crisis de representación en su expresión más alta y acabada. La ciudadanía ganó la calle y una consigna recorrió la opinión pública de la manera más estridente pidiendo “que se vayan todos”, que no quede ni uno solo.

¿Un momento tan excepcional? La pregunta que cabe hacerse pasado el tiempo es cuáles fueron las consecuencias reales de semejante estado de crisis y, al mismo tiempo, puede resultar interesante tratar de delimitar el grado de excepcionalidad real de ese momento particular y, en definitiva, si vale la pena tomarlo como un punto de referencia. Desde un punto de vista, podría decirse que la democracia argentina procesó mediante sus propios mecanismos algunas dimensiones delimitadas por la crisis, pero no es menos cierto que la mayoría de los vectores importantes de la vida política quedaron intactos. Pero lo que es aún más grave es la utilización política de una manera de narrar lo que sucedió en diciembre de 2001 para posicionarse desde un determinado lugar y para definir, por oposición, al enemigo político. La lectura del pasado, la apropiación indebida de posiciones políticas y la anatemización del “otro” generan una operación político-ideológica mayúscula que sostiene la tesis general del populismo de una sociedad en la que hay “amigos” y “enemigos”.

En rigor de verdad, la Argentina es un país que viene deteriorando sus indicadores económicos sociales desde hace 50 años (o más). Con algún amesetamiento y algún pico de crecimiento que nunca llegó llega a nivelar el estado anterior, la economía argentina se encuentra en un declive estructural que de ningún modo puede reconocer en el 2001 su punto de inicio y, en algunos casos, si uno se aleja un instante del pasado para instalarse en este presente, ni siquiera su momento más complejo.

Desde el punto de vista político, la asincronía entre el tamaño de la crisis y el caudal de los cambios es una obviedad. El sistema político no ha cambiado demasiado, las tentaciones hegemónicas de las distintas versiones del peronismo no sólo nunca se revisaron sino que encontraron el aval de la ciudadanía en diferentes y distintas oportunidades. El elenco político no se modificó sustancialmente más allá de las razones biológicas y, lo que es más importante y llamativo, las hipótesis de reivindicación ciudadana ligadas a la denuncia sobre la corrupción pasaron a ser un mantra sin demasiado correlato real.

Un dato histórico es revelador: lo que se considera la mayor crisis de gobernabilidad argentina -con los ingredientes que hemos descrito sólo de manera lateral en esta nota-, se resolvió en el living de Eduardo 

Duhalde echando mano al menú de opciones que la interna del peronismo proveía en ese momento. No hubo, más allá de ser esto más o menos deseable, una crisis de régimen que provocara la emergencia de liderazgos alternativos, aunque con pocos votos, el propio Menem volvió a presentarse a elecciones y quedó en primer lugar, ni hubo modificaciones institucionales sustantivas derivadas de los acontecimientos de diciembre de 2001. En rigor de verdad, la dimensión política de la crisis se resolvió al interior del peronismo frente a la pasividad del resto y a pesar del gusto de ciertos sectores ideológicos por regodearse en una gramática de la memoria. Mal que les pese a muchos “memorialistas” del presente, el mayor peso simbólico del 2001 se desdibujó en cuestión de semanas.

No debería extrañar, sin embargo, la tozuda referencia con la que el relato populista pretende instalar como una bisagra lo que aconteció en aquellas semanas; toda una estrategia que busca, como siempre, bascular entre la victimización, culpar de responsabilidad a la oposición y edificar una comparabilidad que pretende eludir las irresponsabilidades del pasado al tiempo que licuar los defectos de la política del presente.

Por qué, entonces, no permitirnos pensar en qué medida 2001 es la vara de medición que el populismo necesita darse a sí mismo, con el interés de esconder sus tentaciones y prácticas autoritarias y su enorme aporte a la desigualdad y a la glorificación de la marginalidad. Doblegar ese intento discursivo falaz es un trabajo cultural que la buena política tiene que realizar con eficacia para poder, alguna vez, armar una respuesta real y efectiva a las falencias políticas, económicas y sociales estructurales de la Argentina.

*Analista político.