Es paradojal que la revolución rusa de febrero de 1917, acontecimiento históricamente necesario, haya sido olvidado como un episodio fugaz, en tanto la revolución de octubre, cuyo desencadenamiento fue contingente y resistible estaba destinada a perdurar.
Las diferencias entre ambas revoluciones son paradigmáticas. La primera fue una revolución clásica a la manera de las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX, con participación de todas las clases sociales, incluidos algunos sectores reformistas de la nobleza. Sus objetivos eran los de toda revolución democrática: destitución de la monarquía absolutista, llamado a una asamblea constituyente, instauración de libertades civiles, liquidación de los últimos vestigios feudales en el campo e impulso a la modernización y al industrialismo. Esta revolución burguesa era apoyada por los partidos de izquierda que, aunque manteniendo sus reivindicaciones propias, consideraban que el país no estaba aún maduro para el socialismo. El hecho de que las clases populares fueran la punta de lanza y protagonizaran la lucha de calle, las manifestaciones, las barricadas, las huelgas generales no desvirtuaban el carácter burgués de la revolución; otro tanto, había ocurrido en la Revolución inglesa con los “cabezas redondas” y en la francesa con los sans culottes. en tanto compartían el común rechazo por el antiguo régimen. Sin embargo, los bolcheviques no tuvieron una actuación destacada en febrero, permanecieron al comienzo hostiles a la formación de consejos obreros y su principal conductor, Lenin, estaba en el exilio y ni siquiera había previsto una insurrección inminente.
Muy distinto fue el caso de la segunda revolución, la de octubre, encabezada por Lenin y Trotsky que aprovecharon el caos reinante y la extrema fragilidad de las recién establecidas instituciones democráticas. Los bolcheviques no eran un partido de masas, sino una vanguardia de revolucionarios profesionales, casi una secta conspirativa que propugnaba una dictadura de tipo jacobina. De acuerdo con estas características de sus actores, la revolución de octubre no respondió, como la de febrero, al modelo de la revolución clásica: no hubo participación de la sociedad en su totalidad, ni grandes movimientos de masas ni lucha de calles ni huelga general ni barricadas ni enfrentamientos con el ejército y la policía ni derramamiento de sangre. A diferencia de los tumultuosos días de febrero, en octubre faltó dramaticidad y heroísmo, las calles permanecieron apacibles, los tranvías circulaban, los cines y teatros, los cafés y restaurantes continuaron abiertos y la gente se enteró de que había habido una revolución por los diarios. “Los habitantes dormían apaciblemente y no sabían que un poder sucedía a otro”, escribía Trotsky.
A diferencia de febrero, la revolución de octubre, hecha en nombre del pueblo pero sin el pueblo, fue obra de los bolcheviques, que constituían una minoría dentro de la izquierda. En contraposición a la revolución de febrero surgida espontánea e inesperadamente de un estallido social imprevisto, la revolución de octubre fue minuciosamente preparada de antemano, planificada hasta en sus menores detalles. La tropa de asalto se componía de unos mil hombres, en su mayoría soldados y marineros. Resulta sintomático que uno de los planificadores fuera Antonoff Ovsenko, un oficial del ejército imperial pasado a los bolcheviques que además era conocido como matemático y jugador de ajedrez. La insurrección de octubre fue planeada como una batalla militar, un teorema matemático y una partida de ajedrez; no fue pues una revolución en el sentido clásico del término, se ajustó, en cambio, a todas las características del golpe de Estado.
El carácter conspirativo y vanguardista del partido bolchevique lo aislaba de las grandes masas. ¿Cuál fue entonces la fracción social que ayudó a consolidar el golpe bolchevique aunque no a ejecutarlo? La base real de masas de la insurrección de octubre era la soldadesca, esos miles de soldados, restos de batallones disueltos en batallas perdidas o desertores que permanecían dispersos por las calles de Petrogrado o de Moscú. Entreverados con el lumpenaje de adolescentes de clases bajas o medias urbanas llamados en Rusia hooligans, estos soldados gozaban de la disponibilidad típica de la juventud, no estaban atados a una familia, a una profesión, a un trabajo y nada tenían que perder. Sacados de su lugar natal para integrar el ejército y luego abandonados en ciudades desconocidas, en la que se sentían extraños, eran violentos, estaban brutalizados por la guerra, con frecuencia alcoholizados y hambrientos, y permanecían armados y provocaban alborotos, actos vandálicos y saqueos. A diferencia de la clase media y de los obreros urbanos que habían sido educados políticamente por los partidos y los sindicatos, estos soldados, desclasados de origen campesino, carecían de toda formación política, estaban en blanco, dispuestos a seguir al primero que les ofreciera el sentido de pertenencia a algo. Su situación de desamparo los predisponía a las visiones apocalípticas. Las consignas racionales de los socialistas democráticos no podían entusiasmarlos; los bolcheviques, en cambio, prendieron en ellos porque les ofrecían la solución inmediata de todos los problemas mediante una revolución súbita que traería instantáneamente, como por arte de magia, una vida nueva y mejor.
Engels, refiriéndose a la guerra de campesinos en Alemania del siglo XVI, hablaba de la tragedia del líder revolucionario que tiene la oportunidad de tomar el poder en un momento que no es el adecuado para las ideas que representa y se encuentra necesariamente en un dilema insuperable: lo único que puede hacer se halla en contradicción con sus principios y lo que debería hacer no es realizable, se ve forzado a tratar de convencer a sus partidarios de que los intereses ajenos a su propio partido son en realidad los suyos. Concluía Engels: “Los que ocupan esa posición ambigua están irremediablemente perdidos”. Lejos estaba de suponer que en nombre del marxismo, a Lenin le tocaría vivir una situación análoga. Sólo que Lenin antes que un ideólogo era un político realista y pragmático. Acorde con el contexto histórico donde, después del fracaso de la Revolución alemana, resultaba ilusorio todo proyecto socialista en un país atrasado y semicampesino, dio un violento giro, liquidó toda autonomía obrera –sometiendo a los soviets y a los sindicatos al Estado– y comenzó con la implementación de la NEP (Nueva Política Económica) a construir una suerte de capitalismo de Estado combinado con el capitalismo privado nacional e internacional. Este audaz experimento que poco tenía que ver con el socialismo o el comunismo y que, en cierto modo, adelantaba la fórmula china postmaoísta, se interrumpió con la muerte de Lenin para dar paso al sistema totalitario estalinista en las antípodas del socialismo. La tragedia de la Revolución rusa culminaba así con la liquidación de los mismos que la iniciaron y la instauración de una de las tiranías más feroces del siglo XX.