En el marco del año dedicado a la lectura de escritores fuera de moda, pasé la última semana con Pío Baroja. Hace unos años había comprado en Madrid tres volúmenes con las veintidós novelas que componen las Memorias de un hombre de acción. A razón de una novela por día, terminé las 1.426 páginas del primer tomo y hago aquí una pausa para informar sobre el placer de esas lecturas.
Las Memorias transcurren en las primeras décadas del siglo XIX y se publicaron entre 1913 y 1935. Baroja sacó del desván de la historia a un misterioso pariente suyo llamado Eugenio Aviraneta, oscuro aventurero e intrigante, y lo utilizó como protagonista de la saga. Esta transcurre durante las primeras décadas del siglo XIX, entre las sangrientas batallas en las que participaron liberales, jacobinos, absolutistas, republicanos, clericales, reaccionarios, radicales y moderados, todas las tendencias que atravesaron la lucha contra Napoleón, las guerras carlistas, los períodos constitucionales y los despóticos que desembocarían en la guerra civil de 1936. Baroja escribió las primeras novelas antes de la Primera Guerra y de la Revolución Rusa, pero cien años después y a doscientos años de los sucesos que narra, la imagen que construye de la sociedad española y de sus muy crueles enfrentamientos resulta visionaria, aunque el escritor no lo pretendiera en lo más mínimo.
Como señaló Juan Benet, al contrario de quienes entran en la historia desde el presente para imponer una ideología o extraer lecciones (Galdós, cuyos Episodios nacionales cubren el mismo período, sería un buen ejemplo), Baroja termina instalando el pasado en una región fuera del alcance de esas manipulaciones pero también de las maniobras deterministas de los historiadores. Lo que intenta es hacer vivir y conversar a la geografía y a sus habitantes. Los lugares y los personajes con los que se encuentra Aviraneta son muchísimos, y Baroja construye con ellos una ficción en la que le importa poco cómo termina cada uno de los infinitos relatos que se entrecruzan, pero sí que sean variados, ligeros, interesantes y coherentes con el conjunto.
Baroja no creía que la literatura fuera a mejorar después de los grandes escritores del siglo XIX como Stendhal, Dickens o Dostoievski, pero sí que todavía se podían escribir ficciones imaginativas, que fluyeran desde la personalidad del autor y no intentaran ser perfectas. “La habilidad es de lo que más cansa en la literatura y en el arte. Es tan bruto –decía un amigo mío de un cantor– que no sabía desafinar”, escribió Baroja, un escritor tildado de pertenecer al siglo XIX, pero que ha llegado al XXI en mejor estado que muchos de los que no le hicieron caso y contribuyeron con sus destrezas deportivas a que la literatura se estudie como el Corán, se estratifique como el ejército y se venda como remedio. Uno de los relatos de las Memorias se llama El viaje sin objeto y el título revela el devenir de los personajes barojianos así como su idea de la literatura y de esa vida “que huye como una sombra”. Escéptico, desconfiado del futuro como pocos, indiferente ante la fama (“que tiene siempre algo de fatal y de injusta”), la obra de Baroja le propone al lector una amistad desinteresada como la que se establece muchas veces entre quienes se cruzan en sus páginas.