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Una superstición moderna

Mariconadas, diría un amigo. Si uno quiere que la crítica no le disminuya el placer de lo imprevisto, no debería leer ni una línea.

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Nací hace mucho. No había televisión y nadie usaba la palabra spoiler. Es más, empecé a escribir de cine antes de conocerla. Ahora incluso se usa el verbo “espoilear” y los críticos, siguiendo la costumbre americana, anuncian que sus reseñas pueden darle al lector información sobre el final de la película. Los que miran series protestan en las redes sociales porque otros usuarios se adelantan y comentan los nuevos episodios. Mariconadas, diría un amigo. Si uno quiere que la crítica no le disminuya el placer de lo imprevisto, no debería leer ni una línea. El desenlace suele ser contingente. David Lynch, por ejemplo, podría terminar sus Twin Peaks de cualquier manera. Es David Lynch y se le permite todo.

No era el caso de Agatha Christie en 1926, cuando publicó El asesinato de Roger Ackroyd. No era nadie y hubo protestas porque el criminal era el narrador. Normalmente, las historias de Hércules Poirot están contadas en tercera persona y el detective belga encuentra al final al único culpable entre varios candidatos. Pero a veces, Christie no respetaba la regla, como en Asesinato en el Expreso de Oriente. Poirot toma un tren en el que un hombre de negocios es cosido a puñaladas. Se supone que el culpable es uno de los pasajeros del vagón en el que viaja. Pero los culpables resultan ser todos, confabulados para vengarse de la víctima, un gángster que viaja bajo una falsa identidad. Pero sus verdugos lo hacen también. En 1974, Sidney Lumet filmó la novela con Albert Finney como Poirot y un reparto increíble: Ingrid Bergman, Lauren Bacall, Jaqueline Bisset, Sean Connery, Anthony Perkins, Vanessa Redgrave, John Gielgud, Richard Widmark, Michael York. Cuarenta años más tarde, se estrena una versión dirigida por Kenneth Branagh, con un elenco algo menos rutilante. Leí un tuit del director Juan José Campanella que decía que el arte de la narración cinematográfica se había deteriorado desde Lumet a Branagh. Leí también al crítico Santiago García decir que la de Branagh era la película del año y la de Lumet era un bodrio.

Intrigado, volví a leer la novela y la encontré chata como siempre. Pero me di cuenta de algo: es una novela sobre gente que actúa en conjunto y ése es su centro, del cual es imposible hablar sin caer en el famoso spoiler, porque en el cine lo que hay son actuaciones al cuadrado. También vi las dos adaptaciones. Las dos están sostenidas en lo histriónico. Pero mientras que en la de Lumet, el que carga el peso de la sobreactuación es el insoportable Finney (el personaje que no hace de otro), Branagh prefirió hacer de la vacía caricatura que siempre fue el Poirot de Christie un personaje simpático y aggiornado, que funciona como bastonero de las performances del resto. Las de Johnny Depp y Willem Dafoe (que siempre entendió que actuar es jugar) son notables y la película es más ligera que el bodoque anterior. No deja de tener sus problemas: exceso de efectos digitales (sería bueno ver un tren verdadero y no dibujado), corrección política, modernización dramática forzada, crueldades baratas. Pero uno de sus aparentes defectos es virtuoso: a nadie le importan las deducciones que hace Poirot ni cómo termina todo. Así, la película se vuelve tan vacía como la novela, una maquinaria que se adapta bien a las convenciones del espectáculo en cualquier época.

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