La sensación no es agradable. Me despierto a la mañana, hojeo La Nación mientras preparo el desayuno y, de pronto, advierto que mi nombre figura en letras de molde (lo que siempre es motivo de alarma) en medio de un párrafo donde se anuncia que el portador de mi seudónimo ha cometido algún delito.
La primera vez fue hace tres años, en ocasión de mi despido como director del Bafici. Entonces, un mes después del hecho, el jefe de Espectáculos del diario afirmaba, entre otras imprecisiones, que mis actos de corrupción al frente del festival eran tan graves que merecían ser juzgados por la Corte de La Haya. Fue antes de las papeleras y nadie (ni el autor del artículo) sabía bien para qué servía ese tribunal, pero la acusación sonaba portentosa. Allí descubrí que no es broma eso de salir en el diario de los Mitre, como lo llamaba David Viñas. La familia y los amigos se preocupan, los enemigos se regodean, los vecinos nos miran raro. Lo peor es la sensación de enfrentarse con un poder enorme que no tiene inconvenientes en ser injusto. Para no dar los cargos por buenos, debí mandar una carta de lectores donde explicaba que las supuestas malversaciones habían, en realidad, arruinado mi economía. La carta se publicó, pero seguida por una nota de la redacción que le volvía a dar la palabra a mi agresor. En fin: dos semanas de mala sangre y un mal recuerdo para siempre.
Y, para colmo, volvió a suceder. Esta vez, si se quiere, fue más leve, pero uno está muy sensible para lo que se publica en la “Tribuna de doctrina” (desde el delirio y la insignificancia, uno llega a fantasear que don Bartolo dejó como legado la instrucción: “Péguenle a ése”, anticipando mi futuro nacimiento). Pero vayamos por partes. Además de los esporádicos ataques de La Nación, desde hace unos dos años padezco otra desgracia: la existencia de un perseguidor exclusivo. Efectivamente, hay un individuo en la Web que cada vez que publico una nota en formato electrónico o impreso, produce una pieza en la que me insulta profusamente. A lo largo de estos meses me ha llamado imbécil, lacra, basura, canalla, torturador y delator, para elegir sólo algunos de los términos que no entran bajo la denominación “malas palabras” y tampoco repetir las amenazas físicas. En general, evito leerlo (además, el tipo suele hacer desaparecer lo que escribe) pero, cada tanto, la navegación me lleva a toparme con la infatigable y endemoniada voluntad de este personaje, digna de una película de terror.
El sábado 18, un recuadro de ADN, el flamante suplemento cultural de La Nación, se hace cargo de uno de los artículos de mi injuriador sistemático. Se trata de una de las formas más benignas de su prosa, en la que no me insulta ni amenaza con pegarme. Pero a partir de argumentos muy confusos me llama “el lector más estúpido del mundo”, me califica de trepador, ignorante y tonto. Por último y “sin eufemismos”, según sostiene el anónimo autor de la nota, se me acusa de “robo”. Estas descalificaciones disfrazadas de “polémica” aparecen en las páginas de una sección llamada “Gritos y susurros”, un conjunto de informaciones breves y sin firma editada a la manera de la vieja página de sociales del diario, que hablaba de los casamientos y los viajes de las familias distinguidas. La misma lógica se aplica ahora al mundo de la cultura. No faltan las apostillas que celebran al propio medio y siguen recordando su fiesta multitudinaria de lanzamiento a la que asistieron tantos políticos, empresarios y gente importante. Como si el suplemento fuera un gran cóctel y los editores sus anfitriones, se mezcla allí a los amigos no tan famosos con los famosos no tan amigos, con la idea de que unos y otros salgan beneficiados con la compañía. Para compensar tanto chivo y tanta adulación, hace falta también algún pase de factura, quién sabe por qué rencores. Allí es donde interviene un servidor: no soy amigo ni famoso y de todo se me puede acusar sin pruebas y sin que nadie proteste. Continúo así mi carrera como chivo emisario de La Nación, el más tonto y el más corrupto.