Que con las palabras no sólo se dicen cosas, sino que también se hacen cosas, es algo que sabemos por lo menos desde los estudios del célebre filósofo del lenguaje John Langshaw Austin. ¿No tiene acaso el discurso una dimensión performativa, capaz de generar efectos sociales que van mucho más allá del mero acto de describir?
Si esto es así, es probable que el discurso de asunción del nuevo Presidente de la Nación, Mauricio Macri, haya instaurado de una vez por todas en el escenario público el plexo de valores republicanos que, desde el retorno de la democracia hasta nuestros días, siempre ocupó un relegado segundo plano, cuando no fue directamente silenciado por completo.
Y no ha de extrañarnos que así haya sido. En efecto, tras la retirada del último gobierno de facto el valor que se ubicó en el centro de la axiología política argentina fue el de la democracia. “Con la democracia se come, se cura y se educa” fue quizá la frase que sintetizó la centralidad del mecanismo democrático que sobrevino como reacción dialéctica a su propia ausencia.
Pero democracia y república no constituyen cosas idénticas. La una refiere principalmente al mecanismo por el cual se arriban a decisiones colectivas en una competencia por el voto popular (siguiendo a Joseph Schumpeter). La otra refiere a un marco institucional en el cual se haga efectiva la separación de los poderes, la igualdad ante la ley y las libertades individuales que fortalecen los espacios de la sociedad civil frente a la política.
La democracia moderna asume que el componente republicano es parte de su esencia misma. En efecto, una democracia desprovista de república no es mucho más que el imperio de la fuerza de la turba, y en el pensamiento político tal cosa ha tomado diversos nombres: “demagogia” la llamó Aristóteles, “tiranía de las mayorías” la designó Alexis de Tocqueville, “cesarismo plebiscitario” la denominó Max Weber. Nosotros hemos preferido llamarla “populismo”, con especial frecuencia en esta última década.
El origen de la idea de República suele ubicarse en la Roma antigua, esa que fascinó al historiador griego Polibio que, retenido allí durante diecisiete años, halló la explicación de su grandeza en la forma mixta de su gobierno y en el hecho de que los poderes (cónsules, senado y asambleas populares) se frenaban recíprocamente; esa de cuya entraña salieron hombres como Cicerón que, precisamente en su libro La República, dirá que ésta es la “cosa pública”, siendo el público no mera multitud, sino “grupo de hombres asociados unos con otros por su adhesión a una misma ley y por cierta comunidad de intereses”.
Diversos poderes frenándose unos a otros, y un Estado regido por la ley, estaban ya en el origen mismo de la idea republicana, la cual será apuntalada en el mundo moderno por pensadores como Montesquieu y John Locke, quienes pusieron los valores de la libertad que emanaba de un gobierno sometido al imperio del derecho y a la división de poderes, frente al absolutismo de su época.
El discurso de asunción de Macri retoma de alguna manera esta tradición política en el hincapié puesto sobre tres ejes fundamentales: volver a hacer del Poder Judicial un poder independiente de los caprichos del Ejecutivo (“no habrán jueces macristas” remarcó el flamante Presidente); hacer efectiva la igualdad ante la ley, en una cruzada que prometió contra la corrupción de quienes han tratado a los bienes públicos como si fuesen privados, y a los bienes privados de los demás como si fuesen públicos; y reforzar los espacios de la sociedad civil, luchando contra el narcotráfico, cerrando la grieta social que el gobierno saliente dejó, alimentando el diálogo y la tolerancia, innovando en materia educativa y apostando a una “igualdad de oportunidades” en implícito detrimento de la igualdad de resultados tan típica del facilismo populista.
El discurso de Macri fue novedoso por su tono, tan distinto del tono arrogante y mandón con el que Cristina Fernández de Kirchner acostumbraba a monologar, pero sobre todo por su contenido. Y es que si con una palabra puede resumirse ese contenido, es con la palabra República.
Es probable que así como el último gobierno de facto trajo sin quererlo, en virtud de un movimiento dialéctico, al centro de la política el ideal democrático, el populismo kirchnerista trajo del mismo modo su propia antítesis: el ideal republicano.
Sólo resta esperar que el proceder del nuevo Gobierno le dé la razón a John Austin, y que con las palabras no sólo se digan cosas, sino también que se hagan. Y que, en una palabra, una visión republicana llene el espíritu de nuestra democracia.
(*) Director del Centro de Estudios LIBRE