Aunque el año de publicación es 1848, el título es irresistible: El libro de los snobs (escrito por uno de ellos). El autor es William Makepeace Thackeray y está compuesto por 52 artículos que aparecieron originalmente en Punch, el famoso semanario satírico de la era victoriana. Un esnob de entonces y uno de ahora se parecen, aunque el actual esté más cerca de la definición de la Real Academia (“exagerada admiración por todo lo que es de moda”) y el antiguo está mejor retratado por María Moliner (“persona que afecta, por parecer distinguida, costumbres o maneras que no le son naturales”). A Thackeray no le preocupaban tanto aquellos que leen por obligación al escritor de culto o reservan seis meses antes para comer en el restaurante más in, sino los que viven en la imitación de los modales de la clase alta, “a la rana que quiere hincharse hasta convertirse en buey.”
Aunque sus propósitos son modestos (“No se puede alterar la naturaleza de los hombres por medio de la sátira; como tampoco se puede convertir a un burro en una cebra por muchas rayas que se pinten en la espalda.”) y el medio lo obliga a cierta ligereza, en el libro aparece también una intención política y moral: terminar con el tratamiento privilegiado que las costumbres le otorgan a la nobleza británica. “La tabla de las clases y los grandes es una mentira y debería ser arrojada al fuego”, dice Thackeray, y los personajes más recurrentes en estas notas son los pobres diablos que por figurar en sociedad se gastan lo que no tienen y terminan arruinados e infelices.
Aunque su época lo consideró a la altura de Dickens, Thackeray no es un gran escritor y sus preocupaciones son demasiado periodísticas para ser literarias. Sin embargo, aunque muchos nombres, temas y detalles han perdido actualidad y la aristocracia de sangre se haya reducido al mínimo frente a la del dinero, hay un par de hallazgos en El libro de los snobs que mantienen todo su filo e iluminan también el presente. En primer lugar, que el esnobismo no es sólo patrimonio del que imita, sino del que se hace imitar. Thackeray es contundente al respecto: “Vosotros que os avergonzáis de vuestra pobreza y de vuestra profesión sois esnobs; como lo sois vosotros los que os envanecéis de vuestra ascendencia o estáis orgullosos de vuestra riqueza”. En principio, para evitar ser esnob se requiere una sintonía muy fina del espíritu: “La prueba del esnob es si es orgulloso y fanfarrón, si es pomposo y si carece de humildad, si no es caritativo y se siente orgulloso de su alma mezquina. ¿Cómo trata a un grande? ¿Cómo mira a un pobre? ¿Como se comporta en presencia de su excelencia el duque? ¿Cómo en la de Smith el comerciante?” Aunque no existan los duques, ¿cuántos pasarían hoy el test equivalente?
Pero el verdadero descubrimiento es que el esnobismo no es sólo una disposición del carácter sino un sistema del que todos participan, tanto el que espera la moda como el que la crea, según distinguía la publicidad de una sastrería en los años 60. En esa época, desde Tía Vicenta (el Punch local), Landrú practicaba su genial distinción entre los mersas y la gente como uno. Con el pretexto de caricaturizar a una clase, no hacía más que inducir un comportamiento social. Es cierto que el empobrecimiento de la clase media argentina y el auge populista en la cultura impiden las pretensiones exquisitas de otros tiempos (hoy sería muy mal visto denunciar como mersa a Gran Hermano). Pero en el ámbito apropiado es imposible escapar de las redes del esnobismo, como bien lo sabe todo esnob que semana a semana redacta una columna para burlarse del esnobismo ajeno. Acaso tenga razón Thackeray, que en el Punch se llamaba a sí mismo “Mr. Snob” y advertía: “Todo aquel negocio es una inmensa impostura: los platos, la bebida, los criados; la vajilla, el anfitrión y su señora; y la conversación y la compañía; incluido el filósofo”.