El pasante ejerce, con paciencia, un estado transitorio: dejar de ser un estudiante para convertirse en profesional. Abrumado nuestro sistema educativo con tantas críticas, una de ellas apunta a la excesiva teorización de sus contenidos, alejando al sistema en su conjunto del fragor del campo de batalla laboral. Una solución parcial para los estudios universitarios y terciarios había sido el sistema de pasantías, que permitía contratos con modalidades más “blandas” que los normales. Pero en estas latitudes –hecha la ley, hecha la trampa– se convirtió en un agujero negro por donde se colaban nuevos empleados desregulados en su vínculo con la empresa “formadora”.
La solución impulsada por el diputado cegetista Héctor Recalde intentó conciliar la histórica antipatía de los sindicatos por modalidades laborales más flexibles que las que impone la Ley de Contrato de Trabajo con una realidad incontrastable: la necesidad de que miles de estudiantes pudieran insertarse en el campo profesional.
El proyecto contempla la reducción de horas en las pasantías, su duración en meses y un sistema de cuotas para, dicen, poner coto al fraude. Pero la novedad es que se acepta el poder de los hechos: más del 50% de la población económicamente activa realiza tareas retribuidas en condiciones informales. El propio Estado, que debía controlar las travesuras empresariales, tenía a miles de empleados en el limbo legal.
Un trabajo presentado este mes por el economista Ernesto Kritz en la Universidad CEMA(1) sobre datos del INDEC y SEL, indica que dos terceras partes de los informales corresponden a empresas con hasta 10 empleados (casi el 50% de hasta cinco trabajadores). Las empresas de más de 200 dependientes sólo concentran el 4,6% de los que no están en regla. Por eso, el sistema de control severo que prometen, en movimiento de pinzas entre el Ministerio de Trabajo, la AFIP, el ANSeS o dependencias provinciales, podría tropezar con la misma piedra: ir a lo más fácil de revisar, que es donde se encuentra la menor cantidad de contravenciones.
En el mismo estudio, cuando se les pregunta a los empresarios los factores que dificultan la contratación, las respuestas apuntan a otro aspecto llamativo de las relaciones laborales: el 54% puso como más importante la escasez de trabajadores calificados, y el 28%, los elevados costos no salariales, dejando sólo para un 5% la referencia a las eventuales rigideces u obsolescencia de los convenios.
Esto deja ver un fenómeno que ganó terreno en la economía argentina en los últimos años: la fragmentación del mercado. Para unas empresas, las exigencias normativas y sindicales son relativamente fáciles de cumplir; para otras, imposibles sin caer en zonas grises; y otro segmento sobrevive a expensas de trabajadores “en negro”, con salarios más bajos que los “blancos” y calificaciones menores a las exigidas por sus colegas símil Primer Mundo.
Esta amplísima gama se cruza, sin embargo, muchas veces en algunos mercados (indumentaria, gastronómico o construcción) en los que el problema es que se pretende imponer una sola ley para un único contrato laboral, cuando la realidad es mucho más compleja. Así, intentando que la legalidad reine en el trabajo, se generan nichos informales de gravitación en el que los derechos sólo cuentan cuando las cosas llegan a los Tribunales con el tiempo y los ahorros necesarios para esperar fallos favorables.
Disuadir a los empresarios de no caer en la economía informal sigue el mismo patrón que controlar la inflación, blandiendo las penas previstas en la Ley de Abastecimiento o cuotas de exportación, siempre en defensa de los más desposeídos. Como la Momia de Titanes en el ring, “castiga a los malos, ama a los niños”. Un juego al que todos se prestan sabiendo que el espectáculo está en otro lado.
(1) http://www.cema.edu.ar/rrhh2006/download/kritz.pdf