Firmé un contrato para escribir un libro sobre el covid. No se debe decir que uno está escribiendo un libro: es posible que así nunca se termine o nunca se publique. Quién sabe. Pero hoy me enteré de que el ministro de salud de la Provincia de Buenos Aires anunció que el pase sanitario será obligatorio en el transporte de media y la larga distancia a partir de mañana, viernes 27 de enero. Eso implica que, como no vacunado, los boleteros y los choferes me impedirán salir de San Clemente en ómnibus. Hace ya casi dos años que nos privan de los derechos constitucionales en nombre de la Salud Pública. Recuerdo que cuando empezó esta pesadilla, los guardavidas no me dejaban nadar en el mar, aunque no hubiera nadie alrededor ni casos positivos en todo el Partido de la Costa. También había toque de queda, fronteras municipales, los cafés estaban cerrados, las calles vacías, los bomberos pasaban con un altavoz diciendo que el que saliera a la calle iba a sufrir severas sanciones, la vida era lúgubre.
Y no ha dejado de serlo. Pero el señor Kreplak dice que quiere vacunar a todos y por eso me confina. Sí, quiere vacunar a todos, incluso a los niños, para que puedan concurrir a las escuelas que estuvieron cerradas por dos años. Vacunados, enmascarados, los chicos van a seguir sufriendo las consecuencias de una política que perjudica notoriamente a los más pobres y que tampoco tiene fundamentos comprobados, ya que los niños no mueren de covid, como se sabe desde marzo de 2020, cuando funcionarios y periodistas instalaron el terror en el alma de los ciudadanos. Hoy, cuando una inmensa mayoría está vacunada, Kreplak aspira a una unanimidad que no tiene sentido epidemiológico. Los vacunados, mientras tanto, se siguen contagiando y contagiando a otros, pero con el certificado en regla pueden volver a Buenos Aires mientras que quienes llegaron aquí sin él cuando no era obligatorio, se quedarán varados, como los que se quedaron varados en marzo de 2020. Pero siempre hay una razón para dejar varada a la gente, para que no circule, para que no trabaje, para que no pueda tener abierto su comercio, para que se los pueda acusar de matar a los parientes viejos o contagiar a los transeúntes cuando salen a correr o tal vez a los animalitos del parque cuando pretenden tomar sol o a los peces cuando se bañan en el mar.
Por todo eso pasamos y no se termina, aunque los indicadores indican que el covid es ya una enfermedad endémica como la gripe, para la cual las vacunas son de eficacia dudosa y a nadie se le ocurrió que fuera obligatoria. Y aunque todo se hizo y se hace en nombre de la ciencia, no sabemos qué clase de ciencia es la que impone restricciones que varían de país en país, de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, de empresa en empresa, porque cada burócrata tiene su protocolo. Apabullados por los datos, bombardeados con cifras durante dos años, nunca sabremos cuántos murieron por desatención médica, por aislamiento, por depresión, para no hablar de los efectos de las vacunas.
Tal vez en un par de meses nadie quiera oír hablar del covid. Pero cada vez que las autoridades dan una nueva muestra de irracionalidad necesito afirmarme en la idea de que en algún punto hay que plantarse. Para mí ese punto fue la vacuna. Tengo todo un libro para explicarlo.