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Variaciones sobre marzo

Muchas veces hay términos que se superponen, se tapan, compiten entre ellos, cambian de sentido. A veces una palabra se desliza secretamente en el interior de otra sin que nos demos cuenta, hasta casi borrar las huellas de la memoria que trae consigo. Por ejemplo, ¿es lo mismo imperialismo y globalización?

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Muchas veces hay términos que se superponen, se tapan, compiten entre ellos, cambian de sentido. A veces una palabra se desliza secretamente en el interior de otra sin que nos demos cuenta, hasta casi borrar las huellas de la memoria que trae consigo. Por ejemplo, ¿es lo mismo imperialismo y globalización? No se por qué, pero es una pregunta que me surgió luego de leer, en la página 20 de la edición del viernes 27 de febrero del diario El País de Madrid, una nota cuyo titular es: “Latinoamérica permite a Telefónica seguir creciendo pese a la crisis”. Más abajo, una pequeña infografía informa sobre la “distribución de los ingresos 2008 (en millones de euros y variación respecto al año anterior)”. Allí se lee que Telefónica Europa perdió el 1%, mientras que Telefónica Latinoamérica aumentó sus ganancias en un 10,4% (22.174 millones de euros). Y en el cuerpo de la nota se describe, a riesgo de ser redundante, que “el signo es positivo gracias a Latinoamérica, que se ha convertido en el pulmón del grupo. Eso compensa la caída de Europa y el estancamiento de Telefónica de España, que fue la única que no cumplió con el objetivo de aumento de los ingresos”. ¿Ocurrirá lo mismo con las grandes editoriales españolas y multinacionales instaladas en Latinoamérica? ¿Vivirán las casas matrices sobre todo de los dividendos de grandes libros como los de Ari Paluch aquí, los testimonios de sobrevivientes de las FARC en Colombia, las biografías de narcotraficantes en México?

Marzo marca el comienzo del año real, los niños vuelven a la escuela, las universidades abren sus puertas. Es el tiempo del trabajo, la siembra y el esfuerzo. En verdad, nos habíamos dado cuenta de que las universidades estaban ya en ritmo por la cada vez mayor cantidad de publicidades (en especial de posgrados) que abarrotan los diarios, ya desde febrero. Esta es una época en la que parece ser obligatorio tener un posgrado (un doctorado, o incluso más, un posdoctorado). El que no accede a dicha matriculación se queda afuera (aunque todavía no sabemos bien de qué). Desde un punto de vista gráfico, las publicidades de posgrados se parecen demasiado a las cartas de los restaurantes de Palermo Soho o a los folletos que ofrecen descuentos de compras en los shoppings. Con una sencillez entre cálida y refinada, describen los diferentes cursos, mencionando al profesor o profesora que dirige el asunto y autoriza el saber, llegando en algunos casos a nombrar al cuerpo docente por entero, de la misma manera en que una casa de deportes publicita todas la marcas de zapatillas que ofrece o, siguiendo con la metáfora gastronómica, un restaurante presenta su carta de alcoholes. ¿Por qué no elegir un posgrado buscando una buena ecuación precio-calidad, como con un vino?

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Sucede que la educación, incluida muchas veces la pública, parece estar atrapada en la lógica del consumo, como todo en esta época. Y siguiendo con el consumo, hace unos días compré, en una librería de viejos, una edición de un libro de Roland Barthes que no circula demasiado: ¿Por dónde empezar?, publicado en los Cuadernos Infimos de Tusquets, en Barcelona en 1974, en el que compila diferentes artículos publicados en revistas como Tel Quel o Musique en Jeu. Me interesó un ensayo, llamado “Escritores, intelectuales, profesores”, en el que diferencia a un profesor de un escritor (diferencia que puede servir también para imaginar a la educación fuera de la lógica del consumo): “El discurso del profesor está marcado por este carácter: que se puede resumir (es un privilegio que comparte con el discurso de los parlamentarios) (…). Como consecuencia contraria, puede ser declarado ‘escritor’ (designando con esa palabra una práctica, no un valor social) todo remitente cuyo ‘mensaje’ no pueda ser resumido: condición que el escritor comparte con el loco y el parlanchín”.