Se ha celebrado en Buenos Aires un encuentro llamado “Vecinos Perdidos”, organizado por un grupo de ciudadanos del Distrito 8 de Viena que han venido a nuestra ciudad “en la búsqueda de esa vecindad perdida que implicó un quiebre en nuestra historia colectiva”. Este grupo vecinal trata de ubicar a judíos vieneses residentes en nuestra ciudad luego de la persecución nazi. La fecha elegida es el 9 de noviembre ya que hace setenta años se perpetró el pogrom de la Noche de los Cristales en Berlín y en Viena, por el que se asesinó a judíos y se quemaron sinagogas.
Fui invitado a compartir un panel con el periodista Gustavo Sierra. El evento fue declarado de interés cultural por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y ha sido auspiciado por la Presidencia de la Nación, por los doctores J. Nun y A. Ibarra, autoridades austríacas, la embajadora de dicho país y una larga lista de prestigiosas personalidades.
Luego de relatar mis orígenes rumanos, la llegada a la Argentina con mis padres, mi reencuentro medio siglo después con mi ciudad natal y con sus sinagogas clausuradas, vacías, y la constatación de la masacre de la rama paterna de mi familia, hice una lectura crítica del ejemplar editado por los responsables de la muestra.
El entrecomillado que sigue corresponde a citas del folleto entregado a los asistentes. Dije que los vecinos que buscaban no estaban perdidos sino reencontrados con la vida.
“...Vecinos judíos que fueron brutalmente expulsados por la ideología nazi, esa ideología de la que aún hoy a muchos vieneses les cuesta hacerse cargo.”
Desde mi punto de vista creo que no les cuesta casi nada, tienen un pasado calibrado a muy bajo costo. De todos los países de la Europa central, sólo Alemania miró hacia atrás con algún coraje. “Venimos a pedir perdón...” Sostuve que no se trata de perdonar lo imperdonable. Lo único que podían hacer los compatriotas de Hitler es crear las condiciones en el presente para un “Nunca Más”, y que ponderaba las intenciones de los organizadores en este sentido, siempre que se dieran cuenta de que los perdidos eran los austríacos y no los judíos vieneses que salvaron su vida en la Argentina.
Sigue el texto: “No se puede deshacer lo hecho, para lo sucedido no hay ninguna recompensación. Lo que se puede devolver es el respeto y posiblemente la dignidad”. A esto respondí que la dignidad no se “devuelve” porque los judíos argentinos jamás la hemos perdido y que por mi parte rechazaba esa devolución.
Les recordé que los austríacos podían aprender de los argentinos cómo se organiza una sociedad de acuerdo a los principios de la Ilustración. En nuestro país la convivencia y la mezcla de orígenes de poblaciones disímiles es una prueba inestimable para los perseguidos en sus lugares de nacimiento.
Ser un ilustrado no es darse el gusto de interpretar una sonata de Mozart en el lujoso piano del comandante de un campo de exterminio. Bibliografía sobre la vida de los genocidas nos dan pruebas suficientes sobre las delicias de la cultura en tiempos de muerte.
Si querían apreciar la herencia ilustrada podían recopilar la historia de nuestras calles y su vida vecinal en la que las razas y las lenguas comparten el espacio público. Sin querer hablar en nombre de mis padres, pienso que nuestra venida a la Argentina no era para “hacerse la América” sino para “desrumanizarnos”, es decir para iniciar una nueva vida sin persecución, humillaciones y crímenes.
No siento ninguna nostalgia de Timisuara –mi ciudad natal–, aunque reconozco que la palabra Viena tiene otra resonancia para las generaciones de la entreguerra que aún no han perdido su admiración por las luces imperiales de los Habsburgo. Sin embargo, sugerí que la reflexión sobre el tema no debía dejarse atrapar por un esnobismo petulante además de anacrónico.
Sabemos que entre los mismos judíos la palabra Viena no suena igual que Galizia, Cracovia, Fez o Esmirna. Parte del público me confirmó en la discusión posterior estas diferencias.
Me siguió Gustavo Sierra, que dijo sentirse algo consternado y ajeno a lo que se exponía ya que él era “argentino” y no tenía esos problemas. ¡Qué lío!, me dije, otro entuerto más, no intervine al respecto, no quería desviar el centro de la discusión y escuché el recorrido del periodista sobre su experiencia de corresponsal por el mundo y la discriminación que observó en España respecto de los africanos.
No sé si Sierra meditó sobre lo que dijo. Argentinos, hasta nuevo aviso, éramos todos, con distintos orígenes. Es cierto que esta heterogeneidad nos plantea reflexiones distintas, pero si se aludía a que algunos de nosotros, los judíos, tenemos un problema por tener una “pata afuera” de la patria y otros argentinos las dos adentro, es un grave error histórico.
Doscientos mil naturales emigrados desde 2001 y 150 mil millones de dólares depositados en bancos del mundo hablan de que la pata afuera es una constante en nuestra vida colectiva y con un dinamismo abarcador.
Luego, el debate. Un miembro vienés del comité organizador observó que no se podía hablar de ilustración en nuestro país por el racismo de Sarmiento y Roca. Era difícil ponderar racismos y quedarse con la menos racista de las ofertas, pero al menos habría que reconocer que nosotros podemos tener ramales de ferrocarril con el nombre de los imputados mientras que no veía que los vieneses tuvieran una línea de trenes con el nombre de Hitler.
Después me preguntó qué hacía ahí si pensaba lo que pensaba. Bueno, la respuesta era obvia: me habían invitado.
Rogué que se abreviaran las intervenciones de un público ávido de contar anécdotas y de plantear el tema del antisemitismo. Cuando un señor dijo que había quienes pensaban que los judíos tenían cuernos verdes y que había que luchar contra la ignorancia, respondí que ésa era una fantasía candorosa. El antisemita no tiene razones, tiene odio disfrazado con doctrina. Además no es por cuernos verdes que se nos acusa sino por haber matado a Dios, nada menos, tener plata usuraria y complejo de victimización.
Sugerí renunciar a toda campaña de alfabetización contra el racismo y dedicarse de lleno a combatirlo y denunciarlo. Existe el odio y, además, una estupidez crónica, con cero posibilidad de reconversión.
Es muy posible que las nuevas generaciones de austríacos no se hagan cargo de ese pasado del que no se sienten responsables; un joven miembro del comité organizador afirmó que él no se sentía en nada culpable por lo que hicieron sus antepasados.
No se trata de culpa, es cierto, le recordé que por eso el pedido de perdón estaba de más. Más importante era que los jóvenes no sustituyeran el odio al judío por el odio al inmigrante serbio, al turco o albano.
Finalmente, pensé en la bomba puesta en la AMIA, en las complicidades ocultas, los comentarios infames que escuché hace catorce años, el tradicional antisemitismo de una pequeña burguesía frustrada y resentida y de quienes ostentan un linaje de cogotudos criollos, a pesar de eso y con todo eso, los vecinos de aquí pueden guiar por su experiencia argentina a los perdidos de allí.
“Venimos para debatir, para charlar y para conmemorar el triste aniversario de la Noche del Pogrom del 9 de noviembre de 1938.” Esperamos haber contribuido a tal propósito.
*Filósofo.