Una grave concepción ha instalado la expresión “justicia por mano propia” para designar los hechos de aquellas personas que reaccionan ante un robo persiguiendo y matando al responsable.
Ese tipo de retribución, que convierte a las víctimas de delitos contra la propiedad en victimarios de delitos contra la vida, nos retrotrae a los tiempos anteriores a la Ley del Talión, la cual significó un gran avance civilizatorio al poner un límite a la reacción vengativa que generaba un ataque o agresión: si me robaste entonces estaba justificado el matarte a ti y a otros integrantes de tu familia; contra ello se prescribió en el Antiguo Testamento un claro mandamiento civilizatorio: “… pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (Exodo 21:23-25).
Y esa ley estableció que el daño al agresor no podía ser superior al daño causado por la agresión padecida.
Esa limitación se enmarca en el proceso de constitución de la sociedad civil, en la cual todos y cada uno de sus integrantes deben subordinar su voluntad individual a la voluntad general según lo predicó, con bastante éxito, Rousseau en el siglo XVIII. Esta voluntad general se expresa en las leyes y su incumplimiento constituye el acto ilícito o “transgresión” y la violencia aplicada por quienes no son órganos del Estado que actúan dentro de la ley son actos de delincuentes (Kelsen). El sometimiento a la voluntad general le permite al hombre el pasaje del estado de naturaleza al de la sociedad civil y ello “produce… un cambio muy notable, al sustituir en su conducta el instinto por la justicia, y al dar a sus acciones la moralidad de que antes carecían…” (Rousseau).
Claro está que se pueden comprender ciertas acciones ilegales, o hasta criminales, como producto del descontrol emocional generado por ciertas circunstancias amenazantes, dolorosas o sociales, pero esta comprensión de ninguna manera puede conferirle ni licitud ni legitimidad a esa clase de conductas.
La literatura, y las letras de muchos tangos están llenas de ejemplos de la descripción de actos ilegales, o criminales que, en el examen individual de cada caso, se los percibe como hechos circunstanciales que no generan una indignada reacción. La estafa que el Cid le hace a un prestamista judío, dándole como garantía un baúl lleno de piedras y arena, haciéndole creer que contenía joyas, no parece haberlo colocado en la galería de los estafadores así como los graves delitos narrado en los tangos El Nene del Abasto, Amablemente, El ciruja o Dicen que dicen no generan la reacción airada que se tiene frente a otros delitos, porque se los “comprende” como naturales reacciones en sus especiales circunstancias; análogamente esa misma comprensión se le está brindando hoy al que mata por haber sido privado violentamente de una radio de su auto o de cinco mil pesos. Pero esa comprensión de lo individual no puede impedirnos el también comprender, a la luz de la ética proclamada y del derecho vigente, que esas conductas constituyen graves delitos que –también– deben ser castigados, salvo que queramos transitar por la ley de la selva y por la privatización de la violencia que, con exclusividad, le compete al Estado.
En El Critón Sócrates señaló que “… jamás es bueno ni cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo mal cuando se recibe el mal”. Seis siglos después el cristianismo incorporó a su mensaje esa máxima llegando a prescribir el “poner la otra mejilla”. Si aspiramos a una convivencia dentro de la ley y a alguna coherencia con los principios éticos que decimos compartir, debemos entender que quien mata a otro, fuera de las especiales circunstancias de la legítima defensa, realiza una conducta que el Código Penal castiga con una sanción de hasta 25 años de prisión.
Esos hechos no son “justicia”, constituyen una venganza criminal, y el alentarlos es, ante nuestras leyes, la “apología del delito”.
*Profesor, diputado nacional, UNA.