Por razones que no vienen al caso, hace unos meses pasé bastante tiempo en una réplica de la cabina de comando del Enterprise. ¿Hace falta decir que el Enterprise es la nave de Viaje a las estrellas? Si lo digo, aún a riesgo de la obviedad, es para señalar que, para mí, y para cualquiera que tenga un mínimo de buen gusto, Star Trek es siempre la original, la que se emitió entre 1966 y 1969, en ochenta episodios inolvidables, y no ninguna de las posteriores remakes, e incluso varios de los films de larga duración, uno tras otro verdaderos desastres (fuera de eso: ¿creen que saqué de Wikipedia la información sobre el año de estreno y la cantidad de capítulos? Gran error. Creo no saber mucho de nada y nada de mucho, en especial de temas literarios, culturales y estéticos, pese a que estoy aquí contratado para versar sobre eso, en cambio si de algo sé, es sobre Star Trek). Con las luces apagadas de la habitación, todo se asemejaba a un mundo de estrellas ahí, al alcance de la mano, entre naves que despegan y aterrizan, construcciones cilíndricas, y la perfección rectangular de una ventana modernista. Entonces, al instante, me viene a la cabeza el recitado: “La conquista del espacio, el gran reto. Estos son los viajes de la nave Enterprise. Misión durante los próximos cinco años: explorar nuevos mundos…”. Rápidamente pensé en la teniente Uhura (Michelle Nichols, la actriz, murió en 1991, pero quedó en el recuerdo de todos) un personaje claramente feminista, empoderada, además de negra, lo que le daba a la serie un aire fuera de lo habitual en esa época (y en ésta). Dejando atrás el personaje femenino, ¿yo quién sería? ¿Con quién me identifico? ¿Con el Capitán Kirk o con el Señor Spock? Diría que, primero, mi fanatismo va hacia Scotty, el ingeniero jefe, especie de escocés cabeza dura, que no abandonaba nunca, y que era capaz de hacer funcionar un archicomplejo motor dañado con un fósforo y una tenaza oxidada. Pero luego, sin dudas, hacia el Señor Spock, de la serie el personaje más fascinante, por usar una de sus palabras fetiche. Mitad vulcano, mitad humano, la racionalidad fría, sin sentimientos, era su valor supremo, aunque, como una especie de Humphrey Bogart de la ciencia ficción, en el fondo es más bondadoso, sensible y ético que nadie. Y seguramente allí reside su encanto único. Aunque, pensando más allá de esos rasgos de personalidad, teniendo en cuenta también el evidente amor entre ambos, creo sin embargo, que gran parte del atractivo de la serie se da en la tensión entre Kirk y Spock. Tensión que nunca es asunto de competencia, de jerarquías (uno Capitán, el otro Primer Oficial) ni, por supuesto, de rivalidad, sino que es del orden del conflicto entre humanismo y cientificismo. Esas dos inmensas y antiguas tradiciones, que claramente se entrecruzan (Spock, como quedó dicho, en el fondo es un sentimental, y Kirk, detrás de sus pasiones muchas veces irreflexivas, no podría estar en condiciones de conducir semejante aparato tecnológico como el Enterprise sin una gran dosis de racionalidad) se actualizan en cada capítulo, en conflictos que incluyen debates sobre la ética, la política, la guerra e, incluso, la pregunta por el estatuto de lo viviente. Ambientada en un lejanísimo –o no tanto– 2151, Viaje a las estrellas toca todos los grandes temas del siglo XX y XXI.