Quienes pueden gastan sumas cada vez más altas (y a menudo, inclusive, fortunas) en adquirir pantallas de televisión del mayor tamaño posible. Hay una verdadera pasión por la acumulación cuantitativa de pulgadas, como la hay por caso en la pornografía, y un desvelo manifiesto por ver las cosas más grandes y más nítidas. No obstante, si uno se fija, al final seguimos viendo televisión por un cuadradito más o menos moderado, de aproximadamente las mismas medidas de un televisor convencional de hace veinte o treinta años. ¿Y eso por qué? Porque las emisiones colman la pantalla de carteles y cartelitos, logos, marcos, propagandas, subdivisiones, hasta reducir lo que queremos ver a un espacio en verdad muy reducido.
Ya no podemos decir, como se decía antes, que la imagen televisiva compite con la lectura: hoy la tele se repleta de letreros o escrituras corredizas superpuestos a la imagen, y que curiosamente suelen referirse a temas por completo diferentes de lo que se está mostrando, lo cual nos pone a leer y nos impide ver. Repárese, por poner algún ejemplo banal, en los informes sobre fútbol o sobre tenis en cualquiera de nuestros informativos: de dos tenistas en juego vemos solamente a uno, el otro queda oculto por un letrero (y ese letrero, que informa por caso de una muerte, hace las veces de frontón); de un gol, alcanzamos a ver al que patea, pero no la pelota que entra en el arco, o bien la pelota que entra en el arco, pero no al que la patea, cubiertos alternativamente por idéntico letrero (que informa, por caso, el comienzo de una guerra).
Parece que me quejo, lo sé, pero en verdad me entusiasmo. Porque de este modo la televisión no hace sino manifestar (¿habría que decir confesar?) sus más sustanciales verdades: que no puede no ser reductiva, que lo que muestra es inseparable de lo que tapa, que en ella ver implica siempre entrever, que para ver hay que saber espiar.