Me cuento entre quienes decididamente piensan que no: que Elizabeth Vernaci no es antisemita. A mi entender no nos considera inferiores desde el punto de vista racial, no aboga por nuestro exterminio definitivo y total de la faz de la tierra, no pretende que estamos por necesidad en contra de los palestinos, no mira con preocupación nuestras presuntas conspiraciones para seguir sigilosamente manejando los hilos perversos del mundo. No opina eso ni tampoco lo dijo por radio. No creo que corresponda exigirle que presente la famosa prueba del “amigo judío”. A mi entender no la precisa. No discrimina ni discriminó.
La DAIA, entonces, que con presteza le salió al cruce, ¿pretende acaso que sí? Decididamente no: no lo pretende. No supone que ella piense esas cosas tan de burros, ni mucho menos que vaya a ser tan idiota de salir a decirlas por radio (para colmo en referencia a sus propios empleadores). Saben bien que no las dijo, notaron que se trató de una de sus habituales parodias. ¿Por qué, entonces, se preocuparon así y la invitaron con tanta prontitud a conversar? Lo hicieron para expresarle este temor: el temor de que se la malinterprete. Lo plantearon como un problema hermenéutico y a partir de una inquietud puntual sobre la circulación ideológica de estereotipos judíos adversos (dos aspectos con fuerte presencia en una tradición de pensamiento judío: de Gershom Scholem a Walter Benjamin; de Karl Marx a Jean-Paul Sartre; y entre nosotros: León Rozitchner).
Por lo tanto, en rigor de verdad, la discusión pasó a ser esta otra: ¿para quién se habla en los medios? ¿Y bajo qué presupuestos? ¿Se habla para los que entienden, partiendo de la base de que entienden? ¿O se habla para los que no entienden, y el punto de partida es el opuesto? Dilema de toda parodia: ¿qué pasa con los que no ven que es parodia y leen todo literal? Vernaci parodia a menudo los discursos de la discriminación. Lo hace bajo la premisa de contar con oyentes cómplices, que saben de qué se trata y advierten el carácter crítico de las cosas que ella y Tortonese dicen.
¿Se justifican, pues, siendo así, los carraspeos de la aprensión de la DAIA? ¿Habrá alguno que oiga y no advierta? Yo pensaba francamente que no, y hasta me disponía a escribirlo. Pero justo entonces apareció un caso y me obligó a retroceder. ¿Quién fue? ¡Fue tan luego Matías Garfunkel! Justo el flamante comprador de la radio, que en el tuiter de su señora expresó su vergüenza (ajena) por “tener empleados racistas”.
Sé del caso de empresarios que adquieren aviones que no están en condiciones de pilotear, autos sofisticados que no están en condiciones de manejar, piletas con trampolines de los que no están en condiciones de tirarse, vastas tierras que no están en condiciones de recorrer. Tal vez ahora se trate del caso de quien ha comprado una radio que no está en condiciones de oír.