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Versiones de Brasil

Ella pareció sorprenderse de la sinceridad de mi respuesta y me preguntó de dónde venía y si no me molestaba el calor. Sonrió encantada cuando le dije Argentina.

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Ella pareció sorprenderse de la sinceridad de mi respuesta y me preguntó de dónde venía y si no me molestaba el calor. | Marta toledo

Cada tanto, cuando recuerdo a Midori, me vienen imágenes de un Brasil que ya no existe. O que solo puede existir en la memoria de una japonesa nacida durante la Segunda Guerra. Midori era una anciana que conservaba una rara sensualidad de adolescente y cuyo nombre quería decir verde. Había acondicionado su tradicional casa de madera en las afueras de Kioto para recibir turistas. El suyo era uno de los tantos ryokans promocionados en guías, pero tenía un encanto suplementario: había solo dos cuartos, y era inevitable participar de la vida cotidiana de la anfitriona, transitar su cocina, escuchar sus diálogos telefónicos, intuir cuándo se acostaba y despertaba, cuándo salía de compras y volvía.

Con el paso de los días, la discreción de Midori fue desapareciendo. Al verme salir de su casa tarde a la mañana, una vez me preguntó por qué me quedaba tanto tiempo en Kioto y por qué desaprovechaba el día durmiendo hasta las once. Dos o tres días le bastaban a la mayoría de los turistas, agregó. Le contesté que me acostaba tarde, que tenía tiempo y quería estar en la ciudad y que además me gustaba su casa y la bicicleta que me prestaba para ir al centro de Kioto, que me recordaba al Tokio que había llegado a filmar Ozu en sus primeras películas. Ella pareció sorprenderse de la sinceridad de mi respuesta y me preguntó de dónde venía y si no me molestaba el calor. Sonrió encantada cuando le dije Argentina. Imaginé que algo la ligaba al país, y ante un silencio que no era reserva, le pregunté si había estado alguna vez. Nunca, me contestó. Pero hace cincuenta años viajo todos los años a Brasil, al Amazonas, tres meses. Dudé en preguntarle por qué. Me pareció una indiscreción. Acabábamos de intercambiar por primera vez cinco frases desde mi llegada, una semana atrás. Me reconforté pensando que el significado de su nombre en japonés la ligaba inconscientemente a la selva más grande del planeta, y que el secreto de su sensualidad provenía de aventuras de soltera mantenidas durante medio siglo en Brasil.

A medida que pasaban los días y Midori con asombro me preguntaba si “todavía me iba a quedar más tiempo”, fui creando un lazo que bordeaba la simpatía y el amor platónico.  Cuando le contestaba que me quedaba, ella no podía evitar reaccionar con alivio y continuar un poco el diálogo. Me preguntaba qué templos había conocido, por qué me gustaba el centro de Kioto, demasiado transitado para su gusto, qué ciudad visitaría después. Tantas preguntas sentí me habilitaban a desplegar, en el día de mi partida, una pequeña indagación alrededor de sus visitas a Brasil. Severa, como si no esperara la pregunta, me contestó que su esposo había desaparecido ahí, hacía cincuenta años. Había viajado para comprar una empresa de extracción de caucho e importar caucho a Japón, y la avioneta que volaba de Río de Janeiro a Manaos se había desplomado en el medio de la selva. Ni el avión ni los cuerpos habían sido encontrados. La miré fijamente y sus ojos anticiparon lo que iba a decir: “Estoy segura de que en algún lugar de ese laberinto verde sigue vivo. Muchos se han salvado y empezaron una nueva vida en el medio de la nada”. Habría querido preguntarle qué sentido tenía encontrar a alguien que en definitiva al sobrevivir había elegido esconderse de todo su pasado. En cambio, asentí y amagué con acariciarle un hombro para mostrarle mi pena, ante lo cual ella reaccionó tapándose la cara.

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Al día siguiente dejé Kioto. Cuando me despedí, las únicas palabras de Midori fueron “que tenga suerte en su vuelo”.