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Viagra

Era sencillo descalificar algunas preocupaciones de hace no mucho, cuando todavía era frecuente toparse con excusas formales que pretendían descalificar objeciones incómodas.

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Era sencillo descalificar algunas preocupaciones de hace no mucho, cuando todavía era frecuente toparse con excusas formales que pretendían descalificar objeciones incómodas.

Al peronista Carlos Menem de los años 90 no convenía hacerle juicios estéticos porque esa debilidad “tilinga” desfiguraba las mucho más trascendentes críticas sobre la corrupción y las privatizaciones. De modo que Xuxa, los Rolling Stones y Charly García en Olivos, la Ferrari “mía-mía” y las danzas del vientre con odaliscas eran preocupaciones gorilas.

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A los peronistas Kirchner también se hizo difícil cuestionarlos durante años, sobre todo para quienes blandían a la nueva Corte Suprema de Justicia y a la llamada “política de derechos humanos” como esencias poderosas, al lado de las cuales las carteras Louis Vuitton de ella, los mocasines de él y –sobre todo– la colosal riqueza que codiciosamente amasaron y la banda de cortesanos favorecidos resultaban para no pocos rasgos secundarios. Hoy esa indecencia, en la que se arroparon fatigados progresistas y rotundos burgueses nacionales, ya es inviable.

Nadie le puede recriminar a él su tosquedad invariable. Néstor Kirchner nunca fue ni será un político intelectual. Jamás quiso serlo. Ha sido, en ese sentido, muy sincero. No es ni será un hombre de libros, ni un decidor que atrape por sus conceptos. Hoy, como siempre, su labia es pastosa y su vocabulario es irremediablemente indigente.

Lo de ella es diferente. Ya en los primeros 90, Aníbal Fernández (que castiga micrófonos desde hace ocho años al hilo) la definía como “un cuadro de puta madre”. La militancia K vivía embobada por la aparente solidez de la verba de Cristina, una abogada que se lució durante años por su prolijo manejo de la trinidad sujeto+verbo+predicado, armonía sintáctica a la que muchos políticos, funcionarios y empresarios no le encuentran la vuelta.

Los largos años en el poder (los Kirchner son funcionarios del Estado desde hace ya dos décadas, sin pausas) transformaron la primigenia tersura lingüística de la actual presidenta en una caricatura de sí misma. Engreída, airada, didáctica, atosigada de ínfulas, Cristina Kirchner cabalgó siempre sobre su percepción de autosuficiencia para levantar sus meñiques y apuntar con sus índices.

Los maquillados mohínes se tornaron retratos de cera. Menudearon sus desplantes en vivo y su tono irrespetuoso de soberbia provinciana para con jóvenes cronistas que la abordaban, así como su cachondo jugueteo con los “chicos” a los que privilegiaba porque la atendían sin meterse en profundidades.

Todo bien hasta ahí. Ella era ella, una matrona sabia, híper producida y por encima del vulgo, “hegeliana” en los congresos de filosofía, importadora de momias en El Cairo, progresista “líberal” en las aulas de la New York University, bolivariana intensa en las barriadas caraqueñas, pero siempre en la misma longitud de onda, una mujer que quería codearse con Segolène Royal y con Nicolas Sarkozy, con Hillary Clinton y con Angela Merkel.

Ahora es diferente. Buitres y cerdos, mingas y viagras, acogotados y trancos de pollo, la Presidenta resbala diariamente por la ladera del ridículo, revelando una versatilidad que sería positiva si no fuera tan vergonzosa.

A este perfil surgido de un verdadero lifting de contenidos para consumo mediático, se le añade un agravamiento del tono auto victimizante, especialidad en la que descolló ya Néstor Kirchner. Quieren boicotearnos, quieren que fracasemos, buscan imponer una política de hambre, los buitres vienen por nosotros, son como las ratas del Riachuelo. Ha venido condensado ella en sus casi cotidianos exorcismos lo más nefasto y paranoico del nacionalismo populista: el mundo quiere que a la Argentina le vaya mal y esos enemigos tienen representantes domésticos entre nosotros que trabajan en contra de nuestro país. En suma: el enemigo, la anti patria.

La desmesura presidencial acompaña el estilo prostibulario de su jefe de Gabinete, un funcionario que ha demolido minuciosamente toda pretensión de respeto por las normas de la urbanidad democrática. Como los insurgentes de los 70, que abominaban de las “libertades formales” del capitalismo, sus epígonos de estos años no solo desprecian esas formas, sino que se afanan por degradarlas todo lo que puedan.

El jefe Fernández es un empleado público que se vale de conceptos seguramente validados en los consultorios lacanianos que fatigó años atrás, y en sus matinales desembarcos por las radios califica a dirigentes y funcionarios con delicias tales como mamarracho, pirucha, vago e impresentable.

No estamos, ni estuvimos ante un problema estético. La obliteración de las más básicas rutinas de respeto civil ha ido de la mano de un profundo desdén por la democracia real, la que funciona con instituciones, partidos, leyes, congresos, controles y equilibrios.

Tras el paso de “rock star” que Cristina Kirchner hizo por el Congreso Mundial de Filosofía de 1997, donde se declaró “hegeliana”, un invitado especial a dicho evento, celebrado en San Juan, el filósofo Roberto Rojo, santiagueño nacido en 1924, pero tucumano por adopción y maestro de numerosas promociones de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de esa provincia, dio en la tecla. Rojo, que en sus inicios se especializó en Lógica, dice haber arribado a la pregunta filosófica por el lenguaje cuando leyó a Ludwig Wittgenstein (Viena, 1889 - Cambridge, Reino Unido, 1951). A terminar dicho congreso, Rojo dijo que “Somos lo que somos en gran parte por el lenguaje. El lenguaje nos constituye”.

Podrá decirse que no es saludable tomarse demasiado en serio a la Presidenta y su evocación de un week-end afrodisíaco comiéndose un cerdo con su cónyuge. Pienso al revés: creo que el lenguaje, las palabras, los rictus y el vestuario de la señora Presidenta no hablan sólo de una mujer indigeriblemente excesiva. La constituyen. Fotografían algo mucho más importante que un disparate individual. Son el símbolo del melancólico predicamento de un país frecuentemente penoso.