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Viaje

Este año las tres cumplimos cincuenta y esa fue la excusa para este viaje. Hagamos un viaje juntas, dijo una hace unos meses y aquí estamos.

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Viaje. | Marta Toledo

Bajo el rayo del sol de la siesta, una iguana de tamaño considerable toma agua de las junturas del piso del patio que las mucamas del hotel acaban de baldear. Impasible saca una lengua pequeña y rosada. No es una lengua larga y finita como la de otros reptiles, es redondeada como un pétalo, la pasa por la humedad tibia de la baldosa. La veo beber como cualquier animal, como un gato, y extraño a los míos y a la perra, no los veo desde hace una semana, desde que salí de casa para volar hasta aquí. Paso a su lado y no se inmuta, apenas alza la cabeza, esa cabeza de dragón o de chico punk, y me mira sin interés. 

El hotel es nuevo. Se construyó hace apenas tres años, durante la pandemia. A la mañana salimos a caminar y vimos que están levantando otro al lado de este. Me apena pensar que hasta hace tan poco, este sitio era tan distinto: la jungla baja llegando al borde de la playa; las palmeras enanas, las crasas, los matorrales cuyo nombre desconozco, enredándose con las marañas de algas rojas que el mar se saca de encima y amontona en la orilla, todo en una alegre comunión. En cambio, ahora la costa ya no dejará de crisparse de edificios enormes, con cientos de habitaciones y gente desparramada en la playa blanca. No es la única iguana con la que me cruzo, están por todas partes, en los jardines, en la arena, en los alrededores. Silenciosas como las piedras. En este lugar donde el silencio parece ser un pecado. Donde nada se calla nunca: la música en el sector de las piscinas, los locutores que arengan  a los veraneantes, la pileta de los solteros y los tramposos que es como un tinder a cielo abierto donde se hablan a los gritos, ríen fuerte, bailan, se muestran, invitan rondas de tragos; el bufet donde bullen las conversaciones familiares y el llanto de los niños. Por suerte a nosotras nos tocó el ala silenciosa, la cara del hotel que da al montecito que separa el edificio de la ruta. En nuestro balcón podemos disfrutar del silencio, del atardecer que cae con esa luz particular, la luz de la hora mágica. Justo enfrente hay una palmera alta que tiene un nido. Pensamos que estaba abandonado, se ve un poco maltrecho, pero hace unos días vimos que lo ocupa un pájaro que parece un benteveo. Hay otros pájaros pequeños que andan a los saltitos en el pasto y otros con una pluma muy larga en la cola. Esos son muy bravos. 

Vimos cómo uno espantaba a una iguana. Lo de la iguana fue gracioso: primero la advertimos pegada al tronco de un árbol, parecía la corteza hasta que empezó a moverse, deslizándose hasta llegar al piso. En el suelo de piedra caliza la vimos volverse blanca y cuando avanzó hasta el pasto, que está reseco, la vimos volverse parda. Nos maravilló tener el tiempo para estar viéndola mientras todo sucedía. Por supuesto sabíamos que estos bichos pueden camuflarse, pero estar justo ahí para verlo nos emocionó.

Nos hicimos amigas en el secundario. Después pasamos unos años sin vernos. Con una me reencontré cuando me mudé a Buenos Aires, donde ella vivía desde hacía bastante, pero también de donde se estaba yendo para regresar al pueblo. Con la otra tal vez no nos vimos por una década entera hasta que también volvió al pueblo. Cada vez que voy, nos reunimos. Este año las tres cumplimos cincuenta y esa fue la excusa para este viaje. Hagamos un viaje juntas, dijo una hace unos meses y aquí estamos, con un itinerario que decidimos en una tarde, tentadas por las ofertas de una agencia de turismo. Es raro cómo seguimos riéndonos de cosas igual que cuando éramos adolescentes. Ellas dos se ven todo el tiempo, así que comparten códigos de humor, de chistes, de guiños... sin embargo unas horas después de estar juntas yo también empiezo a incorporarlos como si estuviera tarareando una canción conocida en la que no había pensado en mucho tiempo. También me gusta escucharles palabras, expresiones, que sé que sólo decimos en nuestro pueblo. Escuchárselas, volver a repetirlas, es recuperarlas, darme el gusto de volver a dejarlas rodar sobre la lengua como los caramelos caseros de miel que hacía mi abuela: ásperos y dulces al mismo tiempo.