La pandemia extiende sus consecuencias no solo sobre los cuerpos, sino también sobre la discusión pública. Ha alcanzado lo que muchos le pedían a la política: todos nos ocupamos de lo mismo. Los medios escritos y audiovisuales saben que la peste, la enfermedad y la muerte son titulares seguros, aunque sea difícil evitar la repetición textual, porque el tema, durante más de doce meses, ha agotado los recursos de la imaginación. El covid organiza las primeras planas como si no se necesitara un editor. Así como el diario Crítica, en la década de 1920, formó grandes investigadores de casos policiales, hoy a esa especialidad, que no ha decaído, le apareció una competencia: los cronistas de pandemia.
Sobre la peste se han diseñado proyectos de investigación en casi todo Occidente. Para citar solo un ejemplo significativo, en la web se accede a la encuesta mundial sobre los síntomas del covid, que tiene como socios a la Universidad de Maryland, la Universidad Carnegie Mellon y Facebook Data for Good. Allí se encuentran, sin ir más lejos, recopilaciones sobre el uso de la máscara en casi todo el planeta. Estas investigaciones son carísimas y exigen una lectura experta. Las informaciones que predominan en los periódicos y redes tienen, en cambio, un costado a la vez asombroso y sencillo.
En primer lugar, van en la misma dirección que obsesiona a los hipotéticos lectores y, en consecuencia, no es necesario ganar su atención, porque está garantizada. En segundo lugar, ofrecen un sensacionalismo del que carecen las complejidades de la investigación científica. Y, como gran ventaja suplementaria, están libres de las idas y vueltas del Poder Ejecutivo, los manejos de Cristina para asegurarse tribunales favorables y el nombramiento o traslado de jueces amigos. Para el cristinismo todo lo que intente la vicepresidenta es correcto porque tiene como fin detener las maniobras de sus enemigos. Para los opositores, esos intentos son avances de su larga marcha hacia la impunidad. Ambos volverán a enfrentarse en la última movida táctica de postergar las elecciones. La peste parece una fuente de legitimidad para cualquier cosa. En nombre de la salud pública, hagamos lo que nos convenga.
La peste y las redes. La peste reemplaza con ventajas a Cristina Kirchner, sus peripecias judiciales y su relación con Fernández. Produce más miedo que suspenso. Como nos lo enseñó Hitchcock, el suspenso necesita cierta distancia de los acontecimientos, distancia que los vuelve al mismo tiempo amenazantes e imprecisos porque todavía están un poco lejos o afectan a otros. El miedo es tiempo y cuerpo presente.
La uniformidad de la peste, su siniestra repetición y su capacidad omnívora capturan con un atractivo morboso que es fácil de entender. Nadie tiene inconveniente en delegar sus creencias en el doctor Fauci, tan servicialmente traducido a todas las lenguas del mundo, entre ellas el castellano de América Latina en sus inflexiones del Río de la Plata. Aunque Twitter presente, como suele hacerlo, versiones escandalosamente críticas y a veces escandalosamente equivocadas, con la peste el público es más selectivo y prefiere no suscribir siempre obvias burradas en discusiones sobre las que tiene poco para agregar.
La peste reemplaza
con ventajas a Cristina,
sus peripecias
judiciales y su relación
con Fernández
Sucede que los usuarios de las redes perciben que, en este tema, las divagaciones no les sirven para mucho. No son tontos cuando está en juego su propia vida. Nos acostumbramos a que la política sea basureada en las redes, pero con la pandemia el derecho al basureo fue sometido a algunos límites, porque preferimos no ejercerlo sobre lo que puede matar a cada uno de nosotros, en lugar de dañar un impreciso régimen político.
Por supuesto, circulan las supersticiones y los errores, dado que el estilo de las redes no cambia de un día para otro. Y, sin embargo, las fake news son controladas por métodos que, antes de la pandemia, no estaban muy difundidos entre los usuarios. Ahora se leen las páginas web de los diarios y medios de comunicación confiables, que antes competían en las redes a igualdad de condiciones con desatinados revoltijos. Milagro de la pandemia, que ha logrado acotar el disparate y el vale todo. Como mi vida está en juego, mejor tener un poco de cuidado al leer y repetir.
Estilos nacionales. Ninguna peste libera a una sociedad ni a su esfera pública de todos sus errores y excentricidades. Pero, quien haya leído los diarios de las últimas semanas comprobó que los modera parcialmente. Lo mismo sucede en todas partes. Incluso el primer ministro británico, Boris Johnson, acostumbrado al desborde, se muestra más controlado. Claro, nadie puede alcanzar la segura estabilidad de Angela Merkel o de los funcionarios y funcionarias escandinavas o neozelandesas (acá vale el doble sustantivo porque hay muchas mujeres en la primera línea, o sea que no se trata de un uso a la moda y políticamente correcto, sino de la designación de una realidad).
Tantos cambios no alcanzan a modificar estilos nacionales. Las idas y vueltas en el discurso de Alberto Fernández asegurando la llegada inminente de toneladas de vacunas es un ejemplo más de un optimismo grandilocuente. Finalmente, esta semana Ginés González García aseguró que tendrá dosis para cubrir a todos los mayores de 18 años. El Gobierno está negociando con los laboratorios rusos para fabricar vacunas. Otros laboratorios ya estaban anotados antes. El 10 de diciembre de 2020, según informa Infobae, Fernández se refirió al acuerdo tejido por el empresario Hugo Sigman. Acompañado por el ministro González García dijo que “estarán disponibles para el primer semestre de 2021. Tomémosle la palabra, porque de ese primer semestre solo han transcurrido cuatro semanas y media. Los anuncios fueron más prolíficos que esas vacunas que se aproximan. De todas formas, la Argentina no está en la Unión Europea y, en consecuencia, hay que saber el lugar que ocupa en el mundo, pese a los tradicionales discursos del exitismo vernáculo.
Feudalismo. No tendremos mañana vacunas para todos, pero conservamos las añejas costumbres del federalismo feudal. Gildo Insfrán gobierna Formosa desde hace 25 años. Antes de marcar ese récord fue vicegobernador durante ocho. O sea, un cursus honorum de 33 años, gracias a la reforma de la Constitución provincial, que lo habilitó para seguir hasta la eternidad. Hay que reconocer que siempre fue reelecto con más del setenta por ciento de los votos: clientelismo, empleados públicos amenazados con el despido o el de sus familiares, baja cultura cívica.
La Argentina ha inventado una nueva configuración económico-política: el caudillismo feudal-estatal-capitalista-arcaico. Y dio origen a una nueva aristocracia provincial.
Alguna vez, habrá que poner en discusión las virtudes del federalismo que todavía hoy se usa como bandera para proteger a los caudillos, recibir su ofrenda de votos en las elecciones nacionales y, llegado el caso, hacer negocios. Alguna vez, habrá que revisar los lugares comunes del relato histórico e ideológico que persiste hace más de un siglo. Es curioso, no parece innoble criticar a los dirigentes gremiales por corrupción o exceso de poder. Pero no ha comenzado la crítica a lo que ha producido la Argentina federal agitando las banderas provinciales. En las contadas ocasiones en que se puede criticar es porque se ha tocado el turbio bajo fondo de un personaje como Gildo Insfrán.