Gracias a los azares de la televisión, hace un par de días vi una película titulada Asesino por casualidad (o algo similar), donde en una línea de diálogo se deslizaba una anécdota que me pareció de lo más ilustrativa: en algún momento de su carrera, seguramente cuando ya creía haberlo conseguido todo, Charles Chaplin decidió presentarse anónimamente a un concurso de imitadores de su personaje. Había allí un montón de Charlots, es decir de Carlitos que habían estudiado bien o mal los gestos de su personaje y desfilaban ante el jurado de especialistas en chaplinología: saludaban alzando la galera, caminaban con los pies abiertos, movían tiernamente el bigote mientras hacían girar su bastón. Desde luego, el original fue derrotado por un imitador desconocido.
Lo lindo de la anécdota es que implica una enseñanza que no termina de descubrirse, por lo que me remitió a otras que leí en una nota del suplemento de cultura de El País. Cuenta su autor, Manuel Vicent, que para ganarse los morlacos Miguel Angel le encajó al otario de Julio II unas esculturas griegas (roñosas y patinadas de verdín) que no había tenido mejor idea que esculpir él. Claro que esas falsificaciones eran verdaderas obras del mejor artista del Renacimiento italiano, así que al adquirirlas, engañado o no, el Vaticano demostró que no tira la plata a la marchanta. Así también –siguiendo con Vicent– un Picasso ya famoso recibía en fila a compradores de sus obras de tiempos pasados, quienes iban con el ruego de que les extendiera un certificado de autentificación. Picasso, un exquisito de la verdad o experto en eso de regular los precios de mercado, a veces aceptaba la solicitud y otras se negaba a hacerlo. “Es que yo también pinto a veces Picasso falsos”, decía.
De todos modos, mi anécdota favorita pertenece al campo de la literatura, y la cuento para prologar el fin y propósito de esta columna, que de contar con más caracteres hubiera versado extensamente sobre la estética de los festejos del Bicentenario. En la novela La boca del caballo, su protagonista, Gulley Jimson, un pintor genial pero “demasiado” vanguardista (por lo tanto, un muerto de hambre), promete a un coleccionista de su obra la venta de una pintura perteneciente a su período impresionista, período que la crítica y los comerciantes de arte decretaron de manera unánime como su mejor momento. Pero lo cierto es que Jimson ni cuenta con obras de tal período ni es capaz de reproducir buenamente sus aptitudes del pasado. ¿Es el Jimson del presente un artista superior o inferior al del período solicitado? Imposible saberlo; simplemente, se trata de un artista distinto. Por lo tanto, no tiene más remedio que ir a una galería y copiar –imitar– una de aquellas viejas obras suyas, y después, desde luego, envejecerla artificialmente (quemarla, ensuciarla un poco, arrugar la tela, etc.).
Todo esto, quizá sin nexo evidente, prologa la sensación de desasosiego que me invadió viendo por televisión los festejos del Bicentenario. Por una parte, la noche de gala en el Colón, presentada en Canal 13 por especialistas en alta cultura como Iván de Pineda y Catalina Dlugi (y Macri con cara de “¿y por qué en vez de estas gordas plomas gritonas no me pongo yo a cantar como Freddie Mercury?”), y por la otra el espectáculo central de la troupe de FuerzaBruta esforzándose a favor de la alegoría obvia.
En conclusión: cualquier patriótico intento de reflexión y evocación se vio aplastado por la roja alfombra de la pompa y el fasto y por la idea presuntuosa que se nos impone manu militari desde –por lo menos– el Mundial ’78: si nos ponemos serios, si lo intentamos con esfuerzo, etc., etc. Es decir, si se nos canta somos capaces de refaccionar el Colón o armamos una pila de caños en la 9 de Julio y la llenamos, y nadie se rompe la cabeza aunque cuelgue de las alturas…
Ese supuesto parainstitucional lo expresa mejor que nadie un título de Pepito Cibrián Campoy: Aquí también podemos hacerlo. No estoy seguro de que el título sea exactamente ése; tampoco creo que sea del todo falso.
*Periodista y escritor.