En estos últimos días sucedieron dos hechos que pensé que no iban a pasar nunca. Estaba comiendo en El Renaciente, un bar cuervo que amo, cuando Irene, una de las dueñas, trayéndome el plato de pollo a la provenzal, me dijo: “¿Viste que murió Grondona?”. “¿Ah, sí?”, dije, “estaba medio desmejorado”. Ella me miró y me dijo: “Grondona, Julio, ¿entendés?”. Yo había pensado en otro. Evidentemente pensaba que Grondona no iba a morir nunca. El había instalado esa doctrina de que todo pasa menos él y muchos, de manera inconsciente, le habíamos creído. Treinta y cinco años en el poder, o algo así. Apañado por la dictadura militar y por todos los gobiernos democráticos y sostenido y vilipendiado –de acuerdo a sus negocios– por los grupos hegemónicos de comunicación. Primero codificó el fútbol y después –surfeando la marea– lo liberó y dijo que “le daba tristeza saber que antes tanta gente se quedaba sin ver los partidos por televisión”. Cuando sus equipos perdían, las hinchadas solían cantar que iban a ganar “aunque la AFA no quiera”. Ahora, aunque la AFA no quiera, Grondona is dead. Tácticamente, Don Julio podía ser especulativo u ofensivo, pero sabía leer los partidos y cuándo y dónde atacar. Tenía poder, pero a él le gustaba que le dijeran que tenía capacidad. De la misma manera que a muchos porteros no les gusta que les digan porteros sino encargados. ¿Por qué será? Pensemos en nuestra vida privada, en la gente que conocemos y tratamos a diario en nuestros trabajos, en la escuela de nuestros hijos, en nuestras familias y en nuestros entornos de amistad. Suele haber ahí gente oscura y luminosa y muchas veces aprendemos de ambos. Recuerdo ahora un jefe que tuve en el periodismo que me enseñó muchas cosas, que me ayudó a su manera, pero que solía despachar a todo el mundo con un silenciador cuando tenía que hacer negocios, de manera fría e implacable. No me hubiera gustado ser su enemigo, pero, debo reconocerlo, yo le tenía cariño. Hay mucha gente que llora a Grondona de manera genuina, él les hizo favores y los ayudó. Pablo Escobar Gaviria fue llevado en andas por su grey en su entierro al grito de “Patrón, patrón”. Hay remeras en Colombia con esa leyenda: “Patrón”. Los líderes populistas que viven sólo para sí mismos suelen tener un zoológico privado con animalitos a los que aman y protegen. Es así. Hace muchos años estaba en Cuba caminando por la Plaza de la Revolución y empezaron a tocar el himno nacional y toda la gente se quedó parada en el acto. Me quedé duro. Volví a recordar ese suceso ayer cuando me dijeron, en mi trabajo, que encontraron al nieto de Estela de Carlotto. Guadalupe, mi mujer, me llamó emocionada para contarme eso: “Encontraron al nieto de Estela”. De golpe, como en esos efectos especiales de los Wachowski, la realidad se detuvo de un sacudón. Había pasado un hecho extraordinario y me puse a llorar de alegría. La realidad está construida por paradojas. Lo que llamamos “el poder” no es sólo algo que sucede en el Gobierno. Julio Grondona lo ha acumulado hasta su muerte y ahora no le sirve de nada. Fiel a su estilo, no formó a nadie para que lo sucediera y no vio más allá de su precario horizonte de hombre mortal. La ficción del fútbol nacional perdió a su dramaturgo y ahora todos los personajes andan desconsolados, sin saber el libreto. Recuerdo una escena de una película en la que muere un dictador y su secretaria le dice: “¿Qué vamos a hacer sin usted, Duce?”. En mi opinión, su pragmatismo político fue tóxico, forma parte de un tipo de dirigente que hizo mucho para detener el avance de nuestra sociedad hacia un lugar más justo y de servicio para los demás. Por otro lado, es evidente que el kirchnerismo ha creado dos tipos de fanáticos, los que defienden al Gobierno hasta la estupidez y los que lo atacan hasta el cinismo. Ambos pierden de vista las enseñanzas de una vida maravillosa. La de Estela de Carlotto. En el otro extremo del paradigma grondoniano, ella es un ser esencial para nuestra sociedad porque tiene todo lo que los dirigentes que miden bien no tienen: valentía cuando las papas quemaban, humildad para no confundir lo esencial con lo transitorio y una vida digna que logró metabolizar el horror en alegría.