Estoy totalmente de acuerdo con Mauricio Macri, hay que terminar con los regímenes feudales de las provincias del interior, en especial las del norte. De hecho, me viene ahora a la cabeza una donde el mismo partido gobierna desde hace 16 años, tiene mayoría absoluta en el Parlamento local –que trabaja de hecho como una escribanía que aprueba los proyectos más reaccionarios–, controla la Justicia desde del primer fiscal hasta las cámaras de apelaciones y el Tribunal Superior, es aliado, socio o dueño de los principales medios de comunicación –que funcionan como verdaderas máquinas de guerra contra la oposición y bajo el modo del encubrimiento cuasi delictivo con el oficialismo– y, para colmo, ahora van a poner como gobernador al primo del exgobernador, que no vive en la provincia y que encima es intendente de un pequeño pueblo en la provincia de al lado. ¡Es inaceptable! ¡La democracia no debe tolerar esas autocracias! Además, creo que es necesario revisar muy críticamente… eh… eh… ¿qué?... ¿cómo? No entiendo… Perdón, pero aquí me dicen que eso no sucede en una provincia del norte, sino en la Ciudad de Buenos Aires…
¡Cómo es posible! ¡Qué decepción! Ahora no los voy a votar más.
Mientras tanto, el progresismo porteño (y sus ramificaciones en la academia norteamericana), para resistir y combatir al neoliberalismo, se dedica a apelar a chamanes (¡y tecnochamanes!). La desorientación político-intelectual y la liviandad teórica (por no decir lisa y llanamente la frivolidad) es máxima. Si para resistir y combatir al neoliberalismo hay que remitir a los pensamientos, por llamarlos de algún modo, de chamanes (¡y tecnochamanes!), permítanme pronosticar que tendremos neoliberalismo por un siglo más. El escozor que me produce el desconcierto, la superficialidad y la bêtise de cierto progresismo es igualmente máximo.
¿Y todo esto venía a cuento de qué? ¿Sobre qué iba a versar esta columna? Mmmm…. Ah, sí, ya me acuerdo, sobre Memorias de un asesino, de Lacenaire (hay una vieja versión en castellano: Corregidor, Buenos Aires, 1972), libro sobre el que hacía cierto tiempo que no volvía (el anacronismo es mi pasatiempo favorito). Nacido en Francia en 1880, muerto en 1836, poeta romántico, estafador, ladrón profesional, desertor del ejército, mató en un duelo al sobrino de Benjamin Constant. Y también a su amigo Jean-François Chardon, a la madre de este y a un suizo en un confuso episodio en Verona. Finalmente fue condenado a muerte. Poco antes de pasar a la guillotina escribió el libro que nos atañe, que termina con una gran frase, de una ironía pasmosa: “Llego a la muerte por mal camino, subiendo una escalera” (Luego, olvidada en unos papeles llenos de tachaduras, se encontró una segunda versión con un final más convencional: “Adiós”). Pero antes del último chiste, Memorias de un asesino es un magnífico testimonio de principios del siglo XIX, mezcla de recuerdos personales, manifiesto revolucionario, confesión íntima, crónica de la decadencia de la nobleza y novela de costumbres. En sus páginas se encuentran pasajes como este: “Aunque no tenga que reprocharle ningún acto de injusticia, de arbitrariedad o de dureza al director de la prisión, no puedo dejar de quejarme de que se haya permitido tutearme”. No hay ningún combate que no pase primero por la lengua, por la frase.