Me disponía a escribir sobre Chechenia, año III de Jonathan Littell cuando tropecé con una reseña del libro en la edición anterior de este suplemento firmada por Ezequiel Alemian. Como es costumbre cuando un escritor comenta la obra de otro, Alemián concentra sus elogios en el estilo. “El poder cautivante de Chechenia, año III”, exagera, “reside en el devenir de su prosa” que posee “una lógica de estructura, casi de fuga musical” y cuyas anécdotas “se deslizan en este fluir como si fuesen la cristalización de una epifanía.”
Chechenia, año III es una obra menor del autor que con Las benévolas saltó sin escalas al firmamento de las estrellas literarias y se ha ganado el derecho de publicar sobre cualquier tema y que su nombre figure en la tapa del libro en un tamaño muy superior al del título. En este caso se trata de un buen libro de no ficción, de un trabajo periodístico cuya prosa evita los ripios habituales del género, pero frente a ciertos elogios conviene aclarar que no estamos frente a las Memorias de ultratumba ni al Libro del desasosiego. Y que el final, que narra un sueño y comienza con un lugar común del calibre de “sabido es que el inconsciente llega hasta la verdad de las cosas mucho más que la razón consciente” es menos “imperdible” –como sostiene Alemian– que innecesario.
¿Por qué me enoja tanto la reseña de Alemian, al punto de correr el riesgo de ser injusto con su autor? Me parece que su panegírico de la forma y el estilo de Littell contribuye a ocultar el tema del libro, como si ocuparse hoy de lo que ocurre en Chechenia requiriese de justificativos especiales. Chechenia, año III es menos un libro “divulgador de un mapa de voces que se entrecruzan”, sino una pieza de periodismo de denuncia que parte de una confesión infrecuente: la que hace Littell de que estuvo a punto de escribir un libro mucho más complaciente con la grotesca dictadura de Ramzán Kadírov hasta que una serie de asesinatos contra militantes por los derechos humanos lo llevaron a ser mucho más crítico sobre el trasfondo oculto, tras las mejoras económicas y la gobernabilidad política, que el régimen había introducido en el país luego de los largos años de una guerra salvaje como pocas, que llevó a cero el valor de la vida humana.
Tutelado por el Kremlin, pero dueño de las vidas y haciendas de sus compatriotas, corrupto hasta la médula, megalómano y brutal, Kadírov lleva a su país hacia un tipo de sistema político que se va extendiendo en este siglo: el de dictaduras, cuyo signo ideológico es irrelevante, pero tienen como núcleo un capitalismo concentrado (en manos de los amigos del gobierno o del gobierno mismo) y una voluntad inquebrantable de eternizarse en el poder y de emplear los medios necesarios para destruir cualquier signo de oposición y de pensamiento disidente. El sistema chino es el paradigma supuestamente exitoso de ese destino, pero lo que allí se ejecuta bajo las banderas del socialismo es análogo a lo que en nombre del nacionalismo y el liberalismo sucede en Rusia.
La semana pasada visitó la Argentina Garry Kasparov, campeón de ajedrez y enconado opositor a la maquillada dictadura rusa. Kasparov dejó una frase contundente: “Putin pretende gobernar como Stalin y hacer negocios como Abramovich (el archimillonario dueño del Chelsea)”. No es el único jerarca mundial con esas pretensiones de las que el checheno Kadírov, con sus fuerzas parapoliciales y su desprecio por las mujeres, resulta una versión especialmente siniestra y caricatural. Y tampoco es Littell el único intelectual tentado a hacer la vista gorda frente a las amenazas contra la democracia: acaso estuvo a punto de escribir que el régimen de los Kadírov (padre e hijo se sucedieron en el poder) fue el mejor que tuvo Chechenia en toda su historia.