Este libro está escrito desde la indignación y la esperanza. Indignación que se transforma en un posicionamiento político de denuncia al modo brutal con que –en su mayoría varones criados en nuestra sociedad capitalista y patriarcal– irrumpen con su sexualidad, usada como ejercicio de poder dominante, en el cuerpo, el psiquismo y la emocionalidad de niñas, niños y adolescentes, provocando una alteración para siempre de su propio experienciar sexual, con otros efectos persistentes y devastadores en toda su vida emocional. (...)
Esa intromisión salvaje, aunque sea perpetrada a veces de modo sutil, introduce un cortocircuito por causa del cual nunca más habrá para esa niña, niño o adolescente un juego exploratorio libre, una curiosidad abierta, una sensibilidad marcada por el propio ritmo para ir probando y descubriendo. Un despojo de la ilusión y la libertad para jugar en el terreno de la sexualidad, garantes absolutos de una subjetividad que crezca de un modo saludable, que habrá que trabajar para recuperar.
La mayoría de las víctimas de violencia sexual son de género femenino y menores de edad. El entorno en el que se produce el abuso con mayor prevalencia es el familiar, y los victimarios son en su gran mayoría varones adultos, aunque hay algunos casos de mujeres con participación activa o complicidad.
El abuso sexual sobre niños, niñas y adolescentes despierta en el propio sujeto abusado un sentimiento de culpabilidad por cómo las propias pulsiones son convocadas y puestas en juego. Es como si la propia pulsión del niño o la niña fuera expropiada y usada por el adulto para su satisfacción. A partir de allí sobreviene inevitablemente la culpa por la sensación de participación subjetiva que este movimiento de haber sido expropiada le confiere. Las niñas confunden sus fantasías edípicas (muchas de ellas expresan deseos incestuosos), llevadas a ser actuadas por la seducción del adulto, con haber provocado al adulto. Si en algún momento realizan juegos de seducción con él, necesitarán encontrarse con la interdicción que marque la prohibición cultural del incesto. Si ese adulto es el padre, pero no la protege y por el contrario desde su propia indiscriminación y perversión la induce a actuar esas fantasías, la deja definitivamente huérfana y librada a una angustia que va más allá de lo que una niña puede soportar.
El cuerpo registra un goce que se contrapone a lo que el Yo de la niña siente. Las pulsiones imponen sensaciones que para el Yo constituyen algo muchas veces repulsivo, excesivo, desestructurante, traumático, comprometiendo la relación consigo misma y con los otros.
El contacto emocional con sus propios impulsos suele quedar profundamente alterado. Pero además todo esto suele suceder en un contexto familiar de desmentida, en el cual por diversas razones otros adultos no lo ven, o no lo detectan, o no lo pueden pensar; y en un marco social que ejerce su propia complicidad marcada por los estigmas patriarcales que reniegan los abusos de poder de los varones adultos, sobre todo si tienen algún otro atributo social que les da aún más poder, como el dinero.
Lo que complejiza aún más esta situación es que, con la llegada a la pubertad y el advenimiento de nuevas pulsiones genitales, aquello sucedido en la infancia vuelve a la carga revitalizado por los nuevos sentidos genitales que adquiere, retornando muchas veces con verdadera furia autoculpabilizante. Los efectos más habituales se expresan en la inhibición para el juego sexual y el placer en la adolescencia, por lo cual lo que podría ser un encuentro con otro u otra se transforma en una entrega del propio cuerpo anestesiado (…).
Mucho es lo que se necesita avanzar en el reconocimiento de las diversas formas en que las crueldades se incrustan y se desarrollan en las instituciones de la sociedad capitalista y patriarcal bajo el amparo de distintas formas de impunidad. Una de esas instituciones es la familia, la que, dadas las condiciones de dependencia de los niños con los adultos criadores, y el poder que esta les confiere a los mismos, puede transformarse en un terreno de alta vulnerabilidad en que el poder se transforme en dominio.
Hoy nos encontramos aún ante grandes dificultades en la posibilidad de acercar e integrar los aportes de las distintas miradas, sobre todo las de la Justicia y las que puede aportar el psicoanálisis, para lograr la protección de niños, niñas o adolescentes que sufrieron abuso sexual.
De hecho, sucede repetidamente que frente a un niño o una niña pequeña que no puede relatar lo sucedido en la cámara Gesell, el abusador, que muchas veces es el padre, es rápidamente sobreseído en el juzgado penal y comienza a insistir con la revinculación en el juzgado civil, aunque el niño o la niña padezca enormemente al igual que su madre, cuando hay efectos evidentes del abuso sufrido. También nos encontramos con niños que pudiendo hablar y relatar no fueron escuchados cuando se celebró el juicio oral, como ocurrió con 34 niños de un jardín de infantes de Mar del Plata, a partir de denuncias realizadas en el año 2002 contra un profesor de gimnasia de una escuela religiosa y un sacerdote directivo. Estos fueron absueltos y, en cambio, se les abrió una causa a las psicólogas que intervinieron. Distintas caras de un problema que necesita encuentro, diálogo y puesta al día no solo interdisciplinaria, sino también intersectorial, lo cual se está intentando ya en algunos ámbitos y constituye algo promisorio en la medida en que no se retroceda en materia de derechos.
Desde este libro sostengo la esperanza de que, a pesar del modo en que el abuso sexual o el incesto arrasan la subjetividad, los niños, las niñas y los adolescentes que fueron abusados sexualmente puedan recuperar su condición de sujetos en la medida en que tengan la posibilidad de ser sostenidos y acompañados por alguien de su entorno familiar o social que les crea, los separe y condene al abusador, y un tratamiento psicológico que los aparte de un destino de victimización.
*Autora de En carne vida, Topía Editorial (fragmento).