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Vocabularios del presente

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La relación de nuestro presente con 2001 no es analógica: no vivimos un tiempo ni atravesamos unos procesos que puedan compararse con ese momento inconmensurable de disolución política y económica. Como configuración política (y, por lo tanto, imaginaria), 2001 tiene una duración que todavía nos alcanza: define nuestra contemporaneidad. Es como si estuviéramos atrapados en una fotografía que, a pesar de aceptar el movimiento, ralentiza el tiempo hasta que parece que no pudiéramos avanzar más allá de esa instantánea.

El año 2001 impuso una frase que dio la vuelta al mundo y se convirtió en motivo de reflexión de la filosofía política más sofisticada: “Que se vayan todos”. Tan abstracta era la frase que más que una consigna política parecía una premisa metafísica o la expresión de un desgarramiento primitivo. Antes se decía: “El último que se vaya que apague la luz”. El irse era lo dado, la causa de la melancolía, la falta. En 2001, en cambio, fue una pura potencia de deseo. Y los que habrían tenido que irse no se fueron. Por el contrario, se dedicaron a imaginar nuevos métodos de gubernamentabilidad, es decir, de administración del desorden.

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Lejos de aquí, en julio de 2001, después de los disturbios de Génova, un oficial de la policía italiana declaró que “el gobierno no quiere que la policía mantenga el orden, sino que administre el desorden”. También en eso los argentinos hicimos escuela.

Dos preguntas son las que siguen estando en juego en la instantánea 2001 de la que participamos: la pregunta por la representación y la pregunta por el objeto de representación (¿delegados de quién son los representantes?). Si lo que está en crisis es el sistema representativo en su conjunto, habrá que buscar las soluciones en una dirección. Si la pregunta, por el contrario, es por cuáles intereses cuidan nuestros representantes, la solución es otra. De más está decir que me considero incapaz de resolver tamaño dilema histórico.

El colectivo Situaciones, cuyas reflexiones sigo en internet, ha propuesto que el proceso comenzado en 2001 (y todavía no concluido) supone la invención de una forma de Estado totalmente diferente de la que surge de las teorías tradicionales, jurídicas y políticas, del Estado moderno. En el caso argentino (o incluso en el latinoamericano, pero harían falta más datos para la generalización), la gobernabilidad (es decir, la administración del desorden) fue correlativa de una habilidad superlativa (y una obsesión maniática) para reinsertar a “la nación” (se trate de Argentina, Bolivia o Venezuela) en el mercado mundial a través de la economía extractiva (caballito de batalla argentino: el “gas no convencional”), la construcción de relaciones directas con nuevas fuentes de financiamiento (la banca y el empresariado chino), la administración “populista” de la renta surgida del comercio de minerales y transgénicos, y el patrocinio de un modelo económico basado en el consumo (desvinculado del trabajo) como garantía de inserción ciudadana (en ese sentido, el consumo reemplazó a la educación), por la vía de planes sociales de alcance heterogéneo.

Las nuevas modalidades de intervención estatal no serían, según este punto de vista, una superación del neoliberalismo, sino su complemento, porque incluyen la gestión de la pobreza bajo la lógica de la gubernamentalidad, expresada a través de una retórica “progresista” que a los analistas más sutiles no deja de alarmar, por su profunda desconexión en relación con la realidad (“no hay pobreza”, “la vida en la villa es digna”, etc.). Es como si se tratara de producir condiciones para seguir adelante por un tiempo y para enfrentar una situación que, cada vez más, se acerca al modelo de la crisis mundial, prefigurada por la crisis argentina.

Siguiendo a Giorgio Agamben, podríamos decir que el paradigma gubernamental que prevalece hoy (en Europa, en América Latina, en Argentina) no solamente no es democrático, sino que tampoco puede considerarse político. Nuestras sociedades han dejado de ser hoy sociedades políticas: son algo completamente nuevo, para lo que carecemos de una terminología apropiada y que por lo tanto nos obliga a inventar un vocabulario nuevo y una nueva estrategia.