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Volutas de humo

Humo 20240928
Humo | Unsplash | Daniele Levis Pelusi | yogidan2012

En ese culto al falso empoderamiento femenino que fue Sex and the City, Carrie Bradshaw se come la puteada de un tipo que la ve fumando, a la que replica algo así como: “Soy una adicta, tengo una enfermedad”. Un diálogo que, como muchas cosas de la serie vistas ahora, puede resultar anacrónico dada la caracterización, en apariencia definitiva, de los fumadores como gente que fastidia con su vicio retrógrado, más que como un grupo con problemas de adicción.

“Bajo mi dominio, siguiendo el estilo soviético, cada fumador que consuma al menos dos paquetes al día pagaría impuestos más bajos y recibiría una medalla especial por ser un Héroe Público de la Consolidación Financiera”, ironiza Slavoj Žižek en uno de los fragmentos elegidos para promocionar Hipocresía (Ediciones Godot), en línea con sus apreciaciones sobre una sociedad que cambió sus módicas –y no tanto– transgresiones del siglo XX por consumos orientados a fortalecer y preservar la salud. Montada en un nuevo avatar del capitalismo, en lo que va del siglo XXI, apuesta a la gaseosa sin azúcar, la cerveza sin alcohol o el café sin cafeína, productos cuya aura negativa permanece, aunque estén materialmente desvinculados de la negatividad. La prevención contra la enfermedad es un nuevo dios en la era de las ilusiones transhumanistas. Cuando era aceptado, el tabaco pudo venderse gracias a la contribución del cine y la televisión; las estrellas de Hollywood lo amaban, la industria de la moda lo ponía por las nubes y había una mística hecha de relatos tipo el origen de los Lucky Strike o los Virginia Slims. Pero ahora, desprovisto como está del glamour de antaño, empaquetado con fotos macabras y emparentado a decenas de dolencias, la operación es más compleja. Para seguir captando interesados debe blanquearse como perjudicial y trasladar la responsabilidad de los daños al adicto, algo que según advierte hace años Žižek es muy fácil porque, entre otras cosas, “nos gusta ser culpables ya que, si somos culpables, todo depende de nosotros. Somos quienes manejamos los hilos de la catástrofe, de modo que también podemos salvarnos simplemente cambiando nuestras vidas”.

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El foco puesto sobre el feo hábito de fumar (los únicos que parecen sacar alguna ventaja son los que roban minutos a la jornada laboral para ir a echar humo a la puerta de calle) contrasta con otras cosas que también hacen mal, pero tienen buena prensa. El abuso de medicamentos fomentado desde las farmacéuticas o la comida contaminada por los procedimientos del agronegocio no son objeto de un rechazo tan masivo. En una entrevista publicada en este medio en 2018, Žižek decía: “Según estadísticas, en la academia estadounidense, en las universidades, entre el 70% y el 80% de la gente toma algún tipo de droga. Prozac, Xanax, lo que sea”, para dar una pauta del consumo casi irrestricto de pastillas en esos sectores que, como sabemos, no son los únicos. En el caso de los pesticidas, el estado de nuestra región es tan sombrío como para que se hable de “colonialismo químico”, a partir de la desgraciada situación que cargamos en el marco de las regulaciones internacionales. Desde que estalló su dependencia con China a partir de la soja, América Latina incrementó exponencialmente la compra de venenos prohibidos en casi todos los países de la UE.

En general, el control sobre las industrias va a la saga del de los consumidores, primer blanco de sanciones y propagandas. El etiquetado frontal, marcando lo evidente, como que la mermelada tiene mucha azúcar y la manteca mucha grasa, apunta, como otras políticas de cuidado, contra enemigos superfluos. El consenso de afrenta contra el fumador, más potente que el que va contra las tabacaleras, es un buen ejemplo de la arbitrariedad sistematizada en función del negocio.

Hace unos años, Daniel Divinsky contó una anécdota en la que Fontanarrosa sintetizó algunas de estas contradicciones a través del humor, la herramienta con la que jugó tan bien toda su vida. Ya muy afectado por la esclerosis múltiple (una enfermedad de causa aún desconocida), con enorme dificultad para moverse, en uno de sus últimos viajes tenía que subir una escalera. Divinsky trataba de asistirlo. A unos metros, un fan adolescente los miraba con cara de compasión. Al detectarlo, poniendo la mueca resignada del que debe dar explicaciones, Fontanarrosa le dirigió uno de sus últimos chistes: “El cigarrillo, pibe”.