El destino teatral de Denise Despeyroux (uruguaya de nacimiento, catalana por adopción, madrileña por elección, inglesa por filiación, amiga por empatía) se me antoja un buen ejemplo de uno de los rasgos más novedosos (y más antiguos) del teatro contemporáneo: la ilusión de la portabilidad absoluta, planetaria. He visto en la Sala Beckett de Barcelona su Canción para volver a casa con las actrices de T de Teatre, mujeres, gestoras, viajeras. La obra fluye gozosamente a contrapelo de cualquier tradición local, sea en Montevideo o en Badalona, y es legible en cualquier idioma, ya que no le habla a nadie sino a cualquiera. Va sobre tres amigas que ya no se ven; las une un acontecimiento decisivo pero fugaz: han hecho un éxito teatral en el pasado con una obra (cuestionable) de un autor escocés que luego se ha retirado para siempre y se ha fusionado con la naturaleza. Es literal: se ha hecho naturista, o naturalista, o algo que el estilo permite confundir adrede. La cuestión es que en un viaje hacia el pueblo de la juventud, las tres ex amigas confunden a un ilusionista prófugo, un hipnotizador de poca monta, con el autor escocés y lo obligan a escribirles un nuevo éxito, pero que sea presente.
La obra es trágicamente divertida (divertir es desviar) y no está nunca en foco: se mueve al costado, siempre en fuga, evitando que la apresemos. Frente a una escena mundial dominada por las ideas obvias y el posdrama, aquí es el relato (el delirio puro y simple de los acontecimientos) el que ofrece una máquina centrífuga de asociaciones inevitables que algunos llamarían metafóricas. Denise y yo las solemos llamar de otra manera.
La popularidad de las actrices es una feliz coartada para servir en Barcelona (o sea, en la encrucijada de más de dos mundos) un cóctel de especulaciones complejas: ¿Qué es lo natural? ¿Sólo se es feliz en el pasado? ¿No es siempre el teatro una forma de hipnosis? ¿Y no hay en cada mentira una piedad indecible para taponar la muerte?