En relación con la cuestión Malvinas, en este año que termina algunas cosas permanecen inamovibles: la más evidente, la negativa británica a negociar, desconociendo el mandato de Naciones Unidas, mientras en paralelo la Argentina acumula adhesiones y respaldos diversos, sin que eso modifique el statu quo. Hubo también las típicas gestualidades de todos los años por ambas partes, oficiales y oficiosas, seudorrituales que confirman el estancamiento y la intención británica de hacer valer su posición de fuerza, por lo que para los argentinos lo más sensato sería no caer en ese juego. La última de ellas fue el revuelo producido por un provocador profesional, conductor del programa de la BBC Top Gear en Tierra del Fuego.
Sin embargo, otras cosas han comenzado a moverse. Acaso de un modo menos visible y llamativo, con poco espacio en las noticias, muchas veces ávidas, además de las cuestiones sensacionalistas, de los tópicos conflictivos o desgarradores, asociados a la guerra de 1982 y sus consecuencias. Una reunión científica es mucho menos espectacular, pero en relación con la cuestión irresuelta de Malvinas expresa una posibilidad de cambiar la forma en la que los argentinos nos relacionamos con el problema de las islas y, sobre todo, con el amplio espacio del Atlántico Sur. Hace unos días se realizó en la Cancillería el Primer Encuentro Nacional de Investigadores “La Cuestión Malvinas: Desafíos y Nuevos Abordajes. Políticas Públicas e Investigación”, convocado por la secretaría específicamente dedicada a la cuestión Malvinas y los ministerios de Ciencia y Técnica, Educación y la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable.
Este tipo de reuniones son estratégicas por la convergencia de investigadores de disciplinas muy diferentes pero que comparten temas y preguntas sobre un área conflictiva: la escucha permite entender “Malvinas” como un objeto múltiple y complejo, sacándolo de la linealidad de la consigna. Esto es clave porque las discusiones, sobre todo acerca de la educación y la investigación histórica, revelan tanto la abrumadora presencia de la guerra como la gran escasez de investigaciones que inserten las islas en la “larga historia” argentina y regional. Sencillamente, esto significa que pensamos un territorio atravesado por más de cinco siglos de historia como si ésta hubiera comenzado en 1982, o, a lo sumo, en 1833 (fecha de la agresión británica). La historia de Malvinas está cristalizada por su instrumentalidad para legitimar el reclamo. En consecuencia, un primer desafío es volver a darles a las islas Malvinas una mayor espesura conceptual: tanto devolverles densidad histórica como inscribirlas en un espacio geográfico mucho más amplio que el recorte que la memoria de la guerra y la causa han producido.
Tomemos el nombre completo de la reciente secretaría: se ocupa de los asuntos relativos a las “islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos circundantes en el Atlántico Sur”. El área abarcada en el nombre –y el nombre define una aspiración– es el mayor desafío para repensar de un modo productivo la cuestión Malvinas en una clave que tenga tanto de regional y nacional como de federal. Sucede que aún hoy, en un país conformado por su inserción histórica en el mercado mundial, “el mar”, salvo para quienes habitan sus costas –y no en todos los casos–, no es mucho más que un lugar de veraneo. El país que reclama Malvinas, ese archipiélago austral, y que reivindica un sector en la Antártida las piensa todavía desde la matriz cultural del modelo agroexportador. Reclamamos Malvinas y el Atlántico Sur de espaldas al mar. Hay allí algo que cambiar, e iniciativas recientes, como Pampa Azul, van en este sentido. Desde la primera circunnavegación planetaria (1519-1522), sabemos que por mar se puede llegar a cualquier lugar del mundo. Dos terceras partes de los límites argentinos son agua de mar y ríos. Hay en esta idea una desafiante oportunidad de pensar nuestro país de otra manera.
*Historiador.