Ya está. Quedó consumada la oferta electoral. Cambio de envases y de nombre en la mayoría de los casos para mantener los contenidos de siempre. Ningún acuerdo acerca de políticas de Estado que perfilen un porvenir. Nada que aliente la esperanza de lo que el antropólogo Marc Augé llama una “comunidad de destinos”, por mucho que se usen palabras como “juntos”, “unidad”, “cambio”, “todos” o “consenso”, banalizándolas hasta vaciarlas de significado. Todo es juego corto, miope, los escrúpulos y los principios quedan para otra ocasión, o para nunca, porque carecen de ellos. Los que ayer se insultaban de la peor manera hoy se dan besos de lengua, los que nunca transigirían en determinadas convicciones ahora las olvidan o las niegan. Los que robaron, transaron con jueces y depredaron el futuro colectivo se bañan en aguas de santidad. Los que eran la “nueva política” huelen a rancio practicando lo peor de la vieja política.
Ya se sabe quiénes son. No hay sorpresas. Ahora comienza la temporada de caza de votos y asistiremos al festival de todas las miserias e hipocresías imaginables. Besarán bebés, se volverán feministas si conviene o ultraconservadores si viene al caso, hablarán de la “gente” o del “pueblo” hasta el hartazgo, tomarán mate (y luego se harán buches desinfectantes) con los “vecinos”, se rebajarán por un voto en cuanto programa de televisión farandulesco los inviten, exhibirán como mercadería de lujo a sus esposas, novias y/o parejas produciéndolas previamente. Y más. No es difícil predecirlo. Ocurre cada cuatro años, cada vez en una versión empeorada y más tenebrosa. Por supuesto, no les importa. Por varias razones. Porque tienen la piel más gruesa que la de un rinoceronte, porque sobre ella visten trajes de amianto, porque la palabra escrúpulos no figura en el diccionario que todos ellos comparten y porque la sociedad se los permite. Una y otra vez se los permite. Por acción o por omisión. Por adhesión o por indiferencia. Por ventajismo o por disimulo. Quizás porque en el inconsciente social habita una identificación con estos personajes.
La oferta electoral está consumada. Pero votar no es elegir, como apunta de manera contundente Adam Przeworski, en su reciente libro ¿Por qué tomarse la molestia de hacer elecciones? De hecho, apunta, puede no haber relación alguna entre las dos prácticas. Hay dictaduras y regímenes totalitarios en los cuales se vota: hay un partido único, el oficialista, y toda oposición está reprimida. Y existen democracias fallidas o meramente formales, en las cuales la aparente diversidad de la oferta es apenas variedad de nombres y siglas para vestir un profundo vacío de programas, proyectos, capacidades y visiones, cuando no de prontuarios. “Además, escribe Przeworski, incluso quienes apoyan al ganador no pueden estar seguros de si el gobierno que votaron hará lo que prometió hacer”. Incluso, agrega este estudioso, cuando las condiciones obligan a un cambio los votantes no pueden estar seguros de si el Gobierno está haciendo lo mejor que puede o si está obrando de acuerdo con sus propios intereses o los de otros. Luego de treinta y seis años de democracia formal cualquier ciudadano argentino que piense con buena fe sabe cuál es, en el país, la respuesta a ese interrogante.
Definitivamente votar no es elegir. No hay elección cuando el menú ofrece un solo ingrediente disfrazado bajo diferentes nombres y preparaciones. Llevada la situación al extremo el verdadero acto de elegir sería, desde un punto de vista existencialista, no comer. Es la libertad última, de la que hablaba Víktor Frankl: la libertad de escoger una actitud y mantenerla, cuando se está ante una situación sin opción. Es el valor de la actitud. Tendemos a culpar a los políticos por nuestra infelicidad, dice Przeworski, “y en parte se lo merecen. Cuando compiten en las elecciones suben las expectativas de los ciudadanos a sabiendas de que es poco lo que pueden hacer para satisfacerlas”. No son sujetos, en fin, a quienes se les pueda comprar un auto usado.
*Periodista y escritor.