El acto electoral del 25 de octubre ha deparado sorpresas y ello reanima la esperanza de una profundización del curso democrático.
Ningún actor político o social organizado tiene la capacidad de dominar la escena, porque la ciudadanía y/o el electorado es el depositario de la soberanía, cada vez más autónomo, y en consecuencia el voto no sólo es fluctuante, en este caso entre las Paso y la primera vuelta de las presidenciales, sino que, pese a las dificultades de un dispositivo electoral disciplinador, los electores más selectivos o más activos han cortado boleta en proporciones inéditas.
En ese sentido, las elecciones son cada vez más minirrevoluciones. No se trata de que se cuestione el régimen político en su fundamento, sino de que cuando se vota, todas las pretensiones de liderazgo y representatividad son desmentidas o desafiadas por la expresión popular, sustento de toda vocación a definir un rumbo.
La campaña electoral a nivel nacional ha estado desprovista de entusiasmo ciudadano, y sobre todo marcada por una competencia entre los principales candidatos, que sobreactuaban promesas referidas a temas coincidentes, lo que los iguala. En verdad, lo que estaba y está en juego es la verosimilitud de unos y otros, y el recurso de diferenciación ha sido la constitución de escenas con énfasis en la proximidad, es decir, la figuración del elector como semejante al que se escucha procurando salvar la desconfianza o el rechazo existente hacia la clase política. E infrecuentemente se intentó una diferenciación sobre algún tema programático, por caso las políticas redistributivas y en particular la asignación universal por hijo, en lo que hace a su implementación. Hubo otras diferenciaciones sobre temas cruciales, pero de resonancia técnica y generalmente enigmáticas por fuera del círculo de expertos.
Pero la dimensión negativa del voto ha sido predominante, aunque no generalizada, de búsqueda de renovación, de rechazo a figuras sospechadas y a aparatos de coerción. Ya las elecciones porteñas con Martín Lousteau como líder de popularidad emergente ilustraban el impacto de un escrutinio más politizado asociado a un requerimiento de eficiencia en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. Recientemente, las disputas por las gobernaciones de la provincia de Buenos Aires y de Jujuy fueron ilustración, en un caso de un liderazgo de popularidad sustentado en una relación cara a cara –real y sobre todo figurada– con el vecino elector, y en el otro de una coalición opositora amplia ante un poder de gobernantes cuestionados y además recortados por un aparato corporativo local.
La expresión ciudadana ha sido inesperada, desconcertante, pese a que la fluctuación electoral ha sido recurrente y pronunciada a lo largo del ciclo kirchnerista, y ajena a muchas clasificaciones que suponen una cautividad del voto que, si existe, es limitada.
Es decir que el voto reciente indica un divorcio respecto de clasificaciones del universo político e incluso de los involucrados en la comunicación. Los resultados ilustran un voto más libre, en algunos casos ajeno a la polarización presumida y a la pretensión de actores de ser la encarnación definitiva del pueblo o de otro postulado de irredención.
Las elecciones refuerzan una perspectiva sobre la vida política en el siglo XXI. Se consagran gobernantes legales, pero no se cede completamente la soberanía en el acto electoral; la ciudadanía permanece alerta y vigilante, por lo que cada decisión de gobierno requiere en sí misma argumentación y legitimidad y puede suscitar un veto efectivo.
*Politólogo.