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11-10-2020-Perfil logo
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Entre los tantos elogios que ha merecido Myriam Bregman, hay uno en particular que se destacó hace unos días. Fue el que Roberto García Moritán le dispensó en un programa de televisión conducido por Alejandro Fantino. Allí dijo una gran verdad: que Bregman jamás se dedicó a explotar trabajadores. En efecto, no solamente no lo hizo, sino que se ocupó (y se ocupa) exactamente de lo contrario: de defender sus intereses, de luchar contra esa explotación. Lo extraño del caso es que ese tan apreciable encomio fue expresado por García Moritán bajo la desconcertante forma de un reproche, si es que no, tanto peor, de una acusación. Como si en la explotación del trabajo ajeno pudiese haber alguna clase de mérito, como si en un proceder de esa índole pudiese haber alguna virtud.

A nadie escapa que conseguir un trabajo, cuando tanto falta por cierto, es un alivio y una ventaja, la salida para una enorme angustia. Pero eso no convierte a quien lo da (al que parece que lo da, cuando en verdad lo que hace es tomarlo) en algo así como un benefactor, un aliado con quien congeniar, un amo cuyas generosas manos haya que besar con gratitud, un ser de luz que, por puro amor patronal, filantrópicamente “paga un sueldo” (la cita es de García Moritán). ¿Qué nombre dar a esta pretensión singular de lograr que los explotados agradezcan a sus explotadores? ¿Habrá una palabra mejor que esa tan clásica, “ideología”? ¿No es una pena que, con tanta insistencia, se la quiera dar por perimida? ¿Habrá que desistir de ella o mejor disponerse a estar así: fuera de moda?

Yo estoy de acuerdo con la postura expresada por Myriam Bregman (y por extensión, con la del Frente de Izquierda y de los Trabajadores), porque marca una verdad que, si no, se escamotea. Y es que, al parecer, ya no se da tan por sabido que lo que impera en tales vínculos es ante todo dominación. Sin esa consideración elemental, una palabra por demás trajinada, “poder”, va a parar a cualquier parte (no a la microfísica foucaultiana, sino a cualquier parte). Y sin esa consideración elemental, otra palabra no menos trajinada, “libertad”, se vuelve penosamente hueca, abstracta y puramente formal, repetida como cuando se canta el himno argentino, sin pensarla de verdad, murmurada como un mantra que viene de un tiempo remoto, aplicada donde es inocua; es decir, por fuera de esos condicionamientos sociales que le dan o le quitan sentido.