Hay un trío de escritores a los que bien se podría llamar Nuestros Grandes Exiliados Homosexuales. Me refiero a Manuel Puig, Copi y J. Rodolfo Wilcock, que se establecieron de forma más o menos permanente en el extranjero alrededor de 1960. Los tres tienen en común el haber sido relativamente ignorados en la Argentina hasta ser reconocidos. Puig arrancó con el pie derecho y fue famoso en vida, pero siempre se quejó del ninguneo nativo. A su vez, Copi nunca llegó a ser del todo un escritor argentino. De todos modos, la reedición de El caos de Wilcock pone de manifiesto que era el más original de los tres y el más secreto. Uno está inclinado a decir que era además el mejor, pero su genialidad es tan excéntrica y su personalidad tan inapresable que genera dudas incluso en su reciente editor, que en la solapa del libro dice de pronto: “Si fracasara, incluso, el suyo sería un triunfo...”, una expresión que denota que nadie parece dispuesto a jugarse completamente por Wilcock.
Hay una dualidad en cada uno los GEH. Puig triunfó en Hollywood, Copi fue dramaturgo y dibujante en París y Wilcock escribió sucesivamente en castellano y en italiano, además de traducir a esas dos lenguas desde otras tres. El caos es el libro bisagra de Wilcock, escrito en castellano y publicado a ambos lados del Atlántico en traducciones y correcciones sucesivas del propio autor. Es una de las colecciones de relatos más feroces, más revulsivas y más exuberantes que se hayan escrito en cualquier idioma. En libros posteriores como La sinagoga de los iconoclastas, Wilcock exhibe su imaginación y su desprecio en cada línea, pero de un modo amable y embrolladamente irónico. El caos, en cambio, es furioso y está poblado de monstruos horrendos y crueldades inauditas.
Oficialmente, Wilcock se exilia porque no soporta más el peronismo o porque el italiano le parece “más cercano al latín”. Excusas. Es más probable que Wilcock se sintiera menos ahogado por el peronismo que por el abrazo del oso de Borges, del que nunca podría huir en castellano y de local. El maestro lo consideraba (según Bioy) “odioso y servil al mismo tiempo”, y hasta sugería que esa condición podía notarse de algún modo en su obra. Si en la Argentina Wilcock era considerado un snob, en Italia lo llamaron “el snob absoluto”, pero allí floreció como escritor, traductor y leyenda de los círculos culturales más sofisticados. Aunque en el fondo creo que a este positivista fascinado por la poesía y la religión le quedaba chico tanto el círculo borgeano como el que frecuentaban Pasolini y Calasso.
Pero además, Wilcock veía más lejos que todos. La prueba es el cuento que se titula Felicidad. Reescritura definitiva de El matadero de Echeverría, es la historia de Trenti, un oscuro funcionario peronista que trabaja para el Partido de Oposición Constructiva que no es más que una creación del gobierno. Su jefe lo envía a Colquetá, un pueblo “famoso por sus carnavales” sin decirle que éstos culminan siempre en la quema de un opositor. El giro diabólico de la trama es que Trenti muere feliz en la pira ante el aplauso del público. Wilcock se da cuenta de que la barbarie incluye fatalmente a la civilización y, en particular, a sus compatriotas. Por algo Borges llegará a ser aplaudido por la chusma del régimen.