Hay un muchachito simpático que a veces viene y pregunta: “Doña, ¿quiere que le barra la vereda?”. La vereda está impecable, pero le digo que sí, que por supuesto le falta un buen barrido y le alcanzo la escoba y, cuando termina, le doy unos pesos, no le voy a decir cuántos, querida señora, porque su comadre va a decir que soy una amarreta y su cuñada, que soy una derrochona. Le doy unos pesos y quienes se enteran, vecinas, amigas, me dicen: “Sos una pava, cómo le das plata, te está estafando”. Digo: “¡Cómo! ¿El también?”, y me miran un poco espantadas. De modo que paso a explicarles cómo me estafan. Y sí, estimado señor, me estafan. Usted dirá que por qué dejo que me estafen. Y qué puedo hacer. Protestar, quejarme, eso sí. Pero ¿evitar que me estafen? No, no puedo. Tal vez usted me pueda ayudar. Si yo voy a un negocio, compro dos remeras, un pantalón y un suéter y pago la compra al contado y cuando voy a retirar el paquete me dicen que no, que no, que no, y no me lo dan, ¿qué hago? Sí, voy a Defensa del Consumidor y me dicen que nada se puede hacer y me voy no digo que llorando pero casi. Podría, tal vez sí, denunciarlos. A la tienda que me vendió las pilchas. Pero ¿a Aguas Santafesinas, que me corta el agua durante horas? ¿A la EPE, que me corta la luz durante más horas? Y conste que les pago. Pero no me dan las remeras, digo el agua o la luz que necesito para escribir, peinarme, cocinar, leer, ordenar la ropa o los libros o los cubiertos. Mirar el techo, rascarme, planear algo. Eso a lo que tengo derecho porque pago. Pues no. Me estafan. Y parece que no hay remedio.