No sé qué otras cosas dijimos pero fue una conversación interesante. En fin, que tocamos con mucho cuidado temas urticantes pero no hirientes. Por ejemplo, una no puede hablar de feminismo o de teatro griego o de novela negra con el rey de los godos, pero sí puede hablar de política, que fue lo que hicimos. El sábado pasado me quedé corta porque no era más que una escena de presentación que yo creía que iba a ser única. Y no: a veces la escritura es traicionera, hace lo que quiere y una no tiene más remedio que plegarse a sus caprichos (¿y sabe una cosa?: la mayoría de las veces es la escritura la que tiene razón). Y va el tal Alarico, ¿y qué dice? Dice: “Porque eso sí, yo voy por todo”. A la flauta, pienso pero no digo, y en vez de eso le largo lo siguiente: “Andá, eso es lo peor que te puede pasar”. Inmediatamente comprendo que no se le dice eso a un rey que puso en peligro nada menos que al Imperio Romano de Occidente, caramba. Estaba loco de poder, y la locura de poder es más mala que víbora en celo: te pica y sonaste, se te nubla la conciencia y lo único que querés es mantenerte arriba y todo lo demás (y todos los demás) no es nada ni significa nada. Así le fue: a Alarico, digo. En vez del poder para siempre, una lanza lo atravesó en batalla y eso sí que fue para siempre. Le quedó un agujero en la panza y se le fueron la sangre, las tripas y el alma por la herida. Hay que ver que no era solamente la herida de la lanza, no señor: era la herida, nada menos, de la pérdida del poder. ¿Y entonces? ¿Qué hace una, usted o yo, qué hace? No se moja los dedos en el jugo del poder, así como no se moja los dedos en el jugo del asado. Al poder, de lejos. O mejor: tomarle el tiempo y ver. ¿Ver qué? Verle las tripas. Saber que no es corona sino pico y pala para laburar y no para salir a batallar porque ahí te lancean y te queda un agujero en medio del cuerpo y peor, del alma inmortal. Y si no me creés, preguntale a Alarico, rey de los godos.