“Hay una sola cosa en la que yo creo: creo en la recuperación de la Argentina. Y esa no es una expresión de deseos pueril. Creo que la Argentina se está recuperando (…). Sí, creo en la recuperación económica hoy, creo que estos hombres impertérritos que la manejan, y hacia los cuales se dirigen los epítetos más espantosos, tienen una idea muy definida de lo que quieren hacer. Yo no te voy a decir que a mí me gusta. No. Yo quisiera que fuera una política más suave. Pero en fin, yo quise muchas cosas en mi vida, y no logré nada (…). La Argentina, evidentemente, necesitaba pasar antes por este cuello de botella terrible que está pasando. Yo creo que va a salir adelante.”
“Seamos sinceros: este gobierno heredó una carga, entre muchas otras, que otros gobiernos propiciaron, incubaron o desconocieron. La heredó y la ha manejado con solvencia, y en su resolución ‘debe’ ser apoyado.”
Doy con estas expresiones mientras leo La señora Lynch, la formidable biografía de Marta Lynch que Cristina Mucci escribió hace casi veinte años. La primera cita proviene de un artículo que Marta Lynch publicó en la revista Gente en marzo de 1978. La segunda, de un artículo que publicó en el diario Clarín en febrero de ese mismo año.
No comparo épocas, no. Mucho menos comparo gobiernos. Sé que existe una fuerte equiparación al respecto, pero no la comparto para nada.
Solo que hay algo por demás significativo en las posturas asumidas por esa escritora tan fascinante y contradictoria que fue Marta Lynch, y es la manera en que el discurso de la fe suple al discurso político. La fe es lo que prevalece. Y con la fe, sus consecuencias: la moral del sacrificio (hay que pasar por esto) y el deber de adhesión (hay que apoyar, pese a todo).
La religión de por sí es perfecta: promete un paraíso certero, y entonces el asunto cierra. Pero no sucede lo mismo en el reino de este mundo.