Si bien todas las canciones de Charly me gustan, “No voy en tren, voy en avión/ no necesito a nadie, a nadie alrededor” siempre me produjo un cierto malestar. Yo prefiero, cada vez que puedo, viajar en tren.
Serán recuerdos de infancia, no lo sé (hice mil veces el trayecto Córdoba-Buenos Aires en camarote; incluso viví a bordo un descarrilamiento).
Recibo, pues, con algarabía, cada reapertura de un ramal ferroviario.
Cuando voy a Mar del Plata en auto me produce mucha curiosidad el ramal a Pinamar, que nunca usé. Veo pasar los trencitos desde la ruta y sonrío. Me prometo alguna vez intentarlo.
Ahora volvió el trenino de Valle Hermoso a Córdoba-Mitre, lo que permite el viaje hasta Buenos Aires (con combinación en la Docta). Sumado al Tren de las Sierras, y al anuncio de que ahora el tren a Rufino continuará viaje hasta Laboulaye y Vicuña Makenna, en la provincia de Córdoba, y después hasta San Luis, la dicha me transporta.
Después habrá que rezar para que los mantenimientos permitan que esos trayectos puedan realizarse en tiempos más o menos razonables y con la seguridad del caso.
Buenos Aires-Mar del Plata en seis horas no es, ciertamente, lo que nuestra memoria guarda como ideal (“cuatro horas y un ratito”, decía la antigua publicidad).
El viaje en tren es más amable no solo ecológicamente sino también socialmente: uno está rodeado, en efecto, de sociabilidades. Y bien se dice que viajando se conoce gente.
Los aviones están bien para tramos largos y nocturnos, con una pastilla que acompañe el sueño. Pero siempre es preferible ver pasar el mundo desde una ventanilla de tren.