Fui con mi hijo al zoológico Temaikén, en Escobar. Un lugar “lindo”, bien hecho, prolijo, con un acuario con tiburones, hipopótamos y muchos etcéteras. Pero la verdadera fauna era la clase media argentina. “Gente con auto”, digamos. Porque el 99% de los presentes había llegado en auto. En la entrada había tres playas de estacionamiento llenas, del tamaño de San Telmo. Esta fauna, a la cual parece que pertenezco, es difícil de clasificar. Gente casada con hijos, básicamente. Muchas parejas de mal humor, peleándose, hartos de arrastrar y pelotearse los berrinches de los niños. Hombres de bermudas, zapatillas, remera y celular. Mujeres que no terminan de estar buenas, que se pusieron tetas y se nota que lo intentan, con jeans ajustados, gimnasio y pelo platinado, pero que de cerca tienen una cosa medio descangayada, sobre todo vistas a la luz del sol de las dos de la tarde.
Mucha, demasiada gente real. Padres cascando hijos, madres persiguiendo bebés de un año y medio que ya corren. Gente buscándose, entrecruzando planes: vamos a los flamencos, no, a los murciélagos, pa, Gerardo estos chicos tienen que comer. Colas de servicio militar con la bandeja de la cafetería en la mano. Colas para sacar entrada. Colas para el helado. Y hay una parte de uno que se va limando y limando. Yo atravesé todas las faunas con placidez budista, decidí hacer un gran ommm, y crucé por el día de sol bastante bien. Disfruté algunas cosas: la cara de mi hijo cuando le pasaba cerca el tiburón... Así se fue el día.
Y sin embargo no termino de explicarlo bien. Creo que lo que se veía hoy era una aglomeración de gente feliz. Feliz en el peor sentido posible. No una felicidad musical, por ejemplo, una felicidad de cantar juntos o bailar, no, para nada. Era más bien como un espacio donde no existía la amistad, más bien como un shopping de imágenes animales, una sensación de “yo salvo a mi hijo y que al de al lado se lo coman los cocodrilos”. Las familias, las células de la sociedad finalmente inmunizadas frente a todo. Una felicidad de industria automotriz, encapsulada, no compartida. Sin fraternidad, sólo lazos conyugales y filiaciones. Crías. Protección de las crías. Y lo único verdadero que pasó en toda la tarde fue el rato en que mi hijo se hizo un amigo en los toboganes. Lo demás era de plástico. Todo. Incluso los animales traídos de quién sabe qué pobre y exótico rincón del mundo.
(O quizá hubo otro momento real: cuando se abrió un instante una empalizada perimetral y se vieron unos motores y un depósito –la parte de afuera del Truman Show– y un empleado apurado con uniforme de guardaparque de Disney, queriendo pasar unas cajas, le dijo a otro “agarrá boludo”.)
Supongo que estoy con la mirada insoportable del burgués con culpa que no puede disfrutar de la felicidad burguesa y que le da horror verse caricaturizado en sus semejantes. Me asumo, o trato. No reniego plenamente de esa felicidad monstruosa de la familia; la necesito tanto como la felicidad musical de los amigos. Pero me pregunto qué nos impulsa a buscar esas imágenes, esa proximidad con los animales en este zoológico inoloro de bestias tranquilizadas en jaulas impecables, como si fueran una continuación del jardín del country (ver nota al pie). ¿La familia humana acude para verse reflejada en la familia animal? La mamá tigre, el papá tigre, el bebé tigre... Un espacio donde ejercer el narcisismo familiar, la confirmación de que la familia es natural, importante, imprescindible, la estructura básica de la supervivencia mamífera, las condiciones necesarias para la perpetuación de los genes. Animales que hacen lo mismo que los visitantes: comen y se reproducen en espacios verdes.
El mundo se simplifica así. Y la familia avanza ensordecida, embrutecida, como si no existieran los otros, como si no necesitara nada más, deambulando con el mismo autismo con que pastan las cabras recién llegadas del Himalaya. No sé. Me impresiona un poco. En la nariz del tapir dormido, aplastado contra el vidrio, había algo demasiado parecido a la mano aplastada contra el vidrio de la nena en el auto de adelante cuando nos íbamos.
(Nota al pie: Ese césped tan bien cuidado continúa también en el verde de las canchas de golf y los cementerios privados. Habría que escribir el cuento de un golfista viejo que sale a jugar solo y ve gente rodeando el green del último hoyo, como si fuera un torneo. Extrañado sale igual. Cuando llega al green, el hoyo es su propia tumba. Los que lo esperan son sus familiares. Lo aplauden, lo palmean, él se mete en el cajón y lo bajan a tierra.)