Desde el 11 de marzo en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la pandemia por COVID-19 los países han adoptado distintas medidas para afrontar la grave situación desatada.
En nuestro caso, el Gobierno federal y sus carteras ministeriales regularon progresivamente diversas situaciones, que van desde la declaración de emergencia pública, licencias excepcionales a personas que trabajan en el sector público y privado, la elaboración de protocolos preventivos para hospitales y establecimientos carcelarios, la imposición de distintas categorías de aislamiento individual y social (cuarentena), etc.
Similares medidas adoptaron los gobiernos provinciales. El objetivo fue reducir al máximo posible la circulación de personas. El impacto de esta actuación fue destacado por la OMS, al punto que Argentina fue seleccionada junto a Noruega, Canadá, Francia, Tailandia y otros cinco países, para un ensayo clínico universal en relación a la pandemia.
En síntesis, esto fue lo que se hizo desde el punto de vista sanitario para evitar la expansión del virus. Pero no voy a profundizar en este aspecto, sino en un punto directamente relacionado: ¿qué se pone en juego con el incumplimiento de las medidas dispuestas? ¿Qué ocurre a quien, consciente de que porta la enfermedad, viola la cuarentena; o a quien solamente la infringe sin estar contagiado? ¿A qué se arriesga desde el punto de vista legal?
Empezaré por responder el último interrogante: lo que se pone en riesgo es la libertad y el patrimonio, porque quien desoye la cuarentena comete un delito. Y esto tiene consecuencias.
Según el Código Penal argentino, el que conscientemente propaga una enfermedad peligrosa y contagiosa para las personas, puede ser castigado con una pena de hasta 15 años de prisión. Y si el contagio es por negligencia, imprudencia o impericia, puede sufrir una multa de hasta $100 mil.
Pero no solo en estos casos se comete un delito, sino también cuando alguien viola las medidas adoptadas por las autoridades para impedir la introducción o propagación, es decir, la circulación de la epidemia.
Solo en la ciudad de Córdoba, a la fecha, hay más de 1.500 personas imputadas exclusivamente por este último delito. Se les reprocha circular por la vía pública sin justificación (no iban a comprar alimentos, ni a la farmacia, ni estaban dentro de las excepciones por desempeñarse en áreas como el transporte, la salud, etc.); en otras palabras, se les acusa de desobedecer las medidas sanitarias dispuestas por el gobierno.
Pero no solo pierde su libertad quien comete estos delitos. También se arriesga a que le quiten el auto, la motocicleta, un camión, etc.
Según el Código Penal, debe decomisarse todo aquello que sirva para cometer un delito. El decomiso implica que se pierde la titularidad del bien. De modo que si alguien sin justificación circula por la calle, por ejemplo en una moto, por orden de un juez, la fuerza de seguridad debe secuestrársela. Y luego de que se haga un juicio donde quede probada la responsabilidad penal, es decir, en caso de que no pueda justificar su conducta (por hallarse en alguna de las excepciones por ejemplo, o por padecer una situación de necesidad extrema), el Estado se quedará con el vehículo.
Es una medida muy grave, que ha generado polémica entre abogados/as y el servicio público de Justicia. Al estar prevista en la ley, no hay margen para no aplicarla. Y se encuentra justificada por el contexto de la pandemia y sus graves consecuencias.
El Procurador General de la Nación recientemente solicitó a todos/as los/as fiscales federales del país que pidan a los jueces el secuestro de los vehículos. Como consecuencia de todo ello, actualmente a nivel nacional hay más de 1.000 automotores en esa situación.
Al margen de la cuestión legal se desarrolla una trama social que acompleja la problemática. Hemos visto graves episodios de arbitrariedad policial en sectores marginalizados. Hay un gran número de personas que subsisten por ejemplo con la venta de empanadas y otras minutas. Son casos que debemos contemplar para evitar que la aplicación irrazonable de la ley termine por agravar un marco social y económico delicado.
El “quedate en casa” no puede ser un slogan que se predique sin contemplar la complejidad de ese contexto, al menos desde el servicio público de administración de justicia. Tenemos un enorme desafío por delante.