Según un informe del Gobierno nacional y de Unicef de 2016, en Argentina una de cada cinco niñas (20%) y uno de cada 13 niños (7,69%) son víctimas de abuso sexual. Otra estadística oficial nos indica que el 53% de los abusos sucede en el hogar de la víctima, el 18% en la vivienda del agresor y el 10% en la casa de un familiar; en el 75% de los casos el abusador es un familiar, en el 45% es el padre y en el 16% el padrastro; el 28% de las víctimas tienen hasta 5 años, el 47% entre 6 y 12 años y el 25% entre 13 y 17 años.
Con datos tan alarmantes, en 2016 el Estado nacional y Unicef lanzaron la campaña ‘Rompé el silencio’.
Florence Bauer, por aquel entonces representante de Unicef, expresó: “Esta campaña es un paso muy importante porque quiere romper este silencio, busca que la gente se dé cuenta y hablar es empezar a prevenir”.
Paradójicamente, cuando una madre se decide a denunciar, rompiendo el silencio, la respuesta del Poder Judicial está marcada por la desidia y el prejuicio. En vez de poner el foco en los hechos y en la víctima, inmediatamente se corre el eje hacia las madres denunciantes (quienes mayoritariamente se hacen cargo de ese rol de protección y cuidado), estigmatizándolas y etiquetándolas como impeditivas u obstructivas del vínculo paterno filial, cuyo exclusivo objetivo sería ‘borrar’ la figura paterna.
Como consecuencia de este accionar judicial, la víctima y quienes intentan resguardarla, transitan por un proceso tortuoso y revictimizante que las deja desprotegidas. El propio Estado, que debe ampararlas, incurre en sistemáticas vulneraciones a sus derechos convencionales y constitucionales, tanto en materia de género como de infancias y la consigna que invita a “romper el silencio” termina convirtiéndose en un callejón sin salida.
Lo que acabamos de señalar explica con creces la razón por la cual, conforme una noticia publicada en 2019 en el diario La Nación, se daba cuenta de que nuestro país está en el puesto 35 de 40 países con peor capacidad de respuesta frente al abuso y la explotación sexual contra infancias y adolescentes.
Si Argentina quiere modificar las estadísticas, debe asignar recursos urgentes y dar respuestas judiciales rápidas, basadas en procesos eficientes. Esta realidad nos interpela y debe convocarnos a la reflexión.
Los organismos del Estado, tanto ejecutivos como judiciales, deben asumir que en materia de géneros y de infancias la protección de las víctimas y una respuesta rápida y efectiva son obligaciones prioritarias e ineludibles. De lo contrario, se continuará trasladando a niñas, niños y adolescentes y a las madres, el resultado de procesos arcaicos y dañinos.