En el mundo de la literatura hay algunas zonas laterales que poca gente conoce. Una de las más llamativas es la que habitan esos seres extravagantes que pertenecen al fandom de algún género literario popular, y que en general nadie sabe quiénes son porque se cuidan de no revelar su naturaleza ante las personas equivocadas, que son por cierto la gran mayoría.
Durante el día pueden ser oficinistas y confundirse entre las personas normales; quizás un ojo avezado podría verlos operando de manera subterránea, como los topos, o advertiría algunos efectos de sus actos: si, por ejemplo, alguien por casualidad se entera de que en tal o cual librería apareció un ejemplar raro de la colección Rastros, o de Nebulae, o de Pistas del espacio, y luego cuando va a buscarlo ya no está, que no le quepa duda: fueron ellos. De un modo u otro siempre se enteran antes, y se sabe que cuando están detrás de una pista, tienen menos pruritos que un personaje de Jim Thompson: si es necesario engañar a la reciente viuda de un bibliómano (de cuya muerte, nadie puede explicar cómo, se anotician incluso antes que muchos de los familiares cercanos), se lo hace; si es necesario ejercitar la ingeniería social y echar alguna infamia sobre algún competidor, no se lo duda; si es necesario quedarse a dormir en la calle, en un banco de plaza, hasta que abra una librería, como por cierto le pasó a un coleccionista medio sociópata que había llegado desde La Plata –y que adquirió cierta notoriedad cuando le robó un pollo al escritor Carlos Gardini en un descuido que tuvo mientras viajaban en un tren por la Patagonia–, también se lo hace.
Así van armando las colecciones y abarrotando las habitaciones a veces hasta el punto que apenas queda lugar para entrar, lo que dicho sea de paso suele generar interminables discusiones de pareja que siempre terminan con la misma oración disyuntiva: o son los libros o soy yo. Una clara ingenuidad, por supuesto: siempre va a costar más, mucho más, conseguir un ejemplar de Hombres del Futuro o de Narraciones Terroríficas que una mujer lista para creer que podrá cambiarle su afición por la literatura popular y pasar a ser el centro de su vida.
Pero el punto, o el punctum, como diría Barthes, porque todo esto se parece bastante a un retrato o una instantánea, es que de vez en cuando a estos personajes se les da por publicar lo que fueron acumulando, y es entonces cuando se vuelven más retraídos y reticentes de lo que son. De pronto creen que todo el mundo codicia esos datos que fueron juntando sobre un dibujante ignoto de los 40 y se opera un giro cervantino: pasan a vivir por un tiempo, al menos hasta que el libro esté publicado, o en todo caso fotocopiado y editado en formato cuadernillo –a veces no hay plata–, en una realidad alternativa y paranoica nivel Dick (Philip), donde los periodistas representamos, por cierto, un peligro todavía más grave que el de los telépatas, antitelépatas o precognitores. Christian Vallini Lawson, una especie de Forrest Ackerman del fandom local, recuerda que hace 15 años en un medio importante salió una nota sobre la colección Rastros y a los pocos días el precio de esos libros se triplicó, de manera que los que desde siempre apreciaron esa colección, los entendidos, tuvieron más dificultades para acceder a ellos por culpa de advenedizos, no iniciados, neófitos o esnobistas que empezaron a demandar lo que claramente no les correspondía, porque como todo el mundo sabe para ser digno de hacerse con uno de esos ejemplares hay que llevar en las espaldas varias décadas militando la ciencia ficción o la literatura policial.
Ahora bien, más allá de todas estas excentricidades, de las que aquí damos cuenta desde una ironía afectuosa –aclarémoslo, por las dudas–, hay que reconocer algo: la mayor parte de los “rescates” de escritores y dibujantes olvidados, sobre todo de los géneros “populares”, por así decir, los producen estas personas, en general sin que ningún medio importante lo advierta. Usualmente se trata de tiradas muy reducidas –cincuenta ejemplares, cien– que circulan entre pequeños grupos de “iniciados”, o a lo sumo en esas librerías de viejo atendidas por algún nostálgico de la revista Más Allá, o de los bolsilibros de los años 50, y esto en parte se debe a ese vicio endogámico del que no se pueden deshacer y en parte a una imposibilidad de trascender las cofradías, como en algún punto le pasó a Marcial Souto con la segunda época de la revista Minotauro.
De cualquier modo, lo que nos interesa acá es que entre estos libros a veces hay hallazgos muy valiosos. En Argentina, vale recordar, durante mucho tiempo proliferaron publicaciones vinculadas a distintos “géneros populares”, y de un modo mucho más masivo que en otros países de habla hispana. Cualquier kiosco de diarios de la década del 50 o del 60 ostentaba en sus vitrinas esas tapas rutilantes, de estética pulp, con astronaves y cefalópodos de diez brazos intentando raptar, o incluso violar, doncellas angelicales, o soldados en plena acción de lanzar alguna granada, o calaveras inquietantes con alguna sórdida mansión de fondo.
Por supuesto, muchas de estas historias eran escritas por tipos a los que les pagaban diez o veinte centavos por página y que, si querían vivir del oficio, debían producirlas en cantidades industriales, de manera que no se podían dar el lujo de esperar a tener una idea genial para ponerse a escribir. La genialidad no les pagaba el alquiler del departamento. Si no querían morirse de hambre había dejar los pruritos a un costado, arremangarse, apoyar sobre el escritorio un Jack Daniel’s –aunque esté vacío; al menos como clisé–, meter mano en el barro de los estereotipos y operar con distintas variaciones de un mismo argumento. Un espía que se mete en una base nazi y desbarata un plan siniestro. Una princesa secuestrada por algún imperio galáctico. Un gusano gigante que asola una ciudad. Lo que sea. Si luego había baches narrativos, o falta de verosimilitud interna, o en el apuro un personaje ya muerto de pronto resucitaba como si nada, no importaba mucho, e incluso hoy hasta lo agradecemos. En cierto modo se trata de objetos de culto, como esas películas clase B, bizarras, de los 80, con sus patadas voladoras imposibles y sus zombies maquillados de tal modo que no era claro si iban a salir a devorar cerebros o actuar en una revista del Gran Rex como partenaire de Moria Casán o de Adriana Aguirre (aunque, pensándolo bien, tal vez una cosa no sea tan distinta de la otra).
Pero el punto, o el punctum, de esta nota, es que dentro de esas toneladas de material inflamable hay algunas perlas, un poco más serias, de las que la crítica nunca se ocupó y que en los últimos años fueron siendo “rescatadas” por esas personas bastante extrañas a las que nos referimos antes. El propio Christian Vallini Lawson, que viene haciendo fanzines desde los 80 –uno de ellos es el mítico Acronos–, es una especie de arqueólogo, o “buscador de tesoros”, como él mismo se define, que dedicó gran parte de su vida a rastrear a este tipo de dibujantes o escritores, mediante un procedimiento casi detectivesco cuya primera instancia, según cuenta, solía ser determinar quién estaba detrás de los seudónimos en inglés con que se firmaban los relatos, porque en ocasiones –recordemos– algunos editores optaban por “chapear” catálogos con apellidos anglosajones, a veces argumentando que al lector le costaría establecer un pacto ficcional con un criollo que escribe sobre naves espaciales e imperios intergalácticos. Después había que agarrar la guía de teléfono, llamar a trescientos ochenta y cuatro Rubén Moltenis hasta dar con el que dibujó las tapas de Más Allá y coordinar finalmente el encuentro donde el escritor o dibujante olvidado se emocionaba de que todavía alguien se acordara de él, como le sucedió, por ejemplo, con el dibujante Luciano de la Torre o el legendario Alfredo Julio Grassi, un escritor y guionista recientemente fallecido que llegó a publicar diez mil guiones de historietas –entre ellas la famosa Dick, el artillero– y al que probablemente nadie le hubiera dedicado –ni le va a dedicar, suponemos– ni siquiera uno de esos papers que en Puán casi no se le niegan a nadie.
Por esto, justamente, es que la función que cumplen personas como Vallini Lawson no es para nada menor. De algún modo están ocupando ese vacío que existe en el país en torno a la literatura popular de género –en general desestimada incluso como fenómeno sociológico–, y la empresa que llevan a cabo tiene algo de heroico y al mismo tiempo de absurdo –absurdo en el sentido que le dio Camus– porque varios de ellos son absolutamente conscientes de que casi no hay un público lector para el tipo de libros que editan, pero aun así no pueden dejar de hacerlo: una vez y otra, como en una reversión friki de Sísifo, levantan la misma piedra de escritores olvidados, hasta que el Mercado –que los griegos llamaban “Zeus”– la vuelve a tirar.
En esas idas y vueltas, o subidas y bajadas, también está el escritor Mariano Buscaglia, nieto del dibujante Alberto Breccia y colaborador de este suplemento, que hace unos años abrió una editorial, Ediciones Ignotas, a través de la que se dedica a exhumar este tipo de autores que fue descubriendo a lo largo de los años. Uno de ellos es Ernesto Bayma: un escritor que empezó como periodista en la revista Mundo Deportivo y que, más tarde, en la década del 60, se dedicó a escribir historias bélicas en las que solía incluir varios elementos que trascienden el género. En Metralla para los monstruos, por ejemplo, cuenta una especie de invasión zombi en la Francia de la resistencia, durante la ocupación nazi; en La máscara del horror, se habla de un “gas paralizante” y de una organización secreta que pretende dominar el mundo.
De todos modos, lo interesante aquí es que, en ambos casos, y también en otros, Bayma parece demostrar una preocupación más ontológica que política o social: no le interesa tanto denunciar los horrores de la guerra como mostrar los límites entre la realidad y el delirio, o más bien entre una realidad y varias otras realidades posibles, ninguna de las cuales despunta como la más perentoria, y además maneja con gran pericia la ambigüedad propia del género fantástico: en el primero de los relatos que mencionamos, el punto de vista narrativo es el de un soldado que queda ciego luego de una explosión, por lo cual todo lo que va sucediendo a su alrededor se tiñe de incertidumbre; en el segundo, la voz la asume un soldado cuyas facultades psicológicas no parecen estar en condiciones saludables.
Por supuesto, no por estas cosas los textos de Bayma dejan de ser novelitas de evasión escritas a los apurones, pero tienen un plus que las distingue de las toneladas que se publicaban por entonces, y es justamente ese plus el que constituye la piedra filosofal que ha venido persiguiendo gente como Vallini Lawson o Buscaglia, aunque también podríamos mencionar muchos otros. Está el caso del platense Carlos Abraham, que publicó libros sobre las editoriales Tor y Acme; el de Mariano Chinelli, que dedicó un 87,5 por ciento de su vida a investigar aquella parte de Oesterheld olvidada, o apartada, tal vez porque es casi impermeable a la lectura política: las historietas que escribía para ganar algunas monedas en épocas de vacas flacas, o los relatos breves de ciencia ficción, que Chinelli compiló hace unos años junto a Martín Hadis en el libro Más allá de Gelo (Planeta); o el caso bastante más conocido del escritor Juan Sasturain, que hace unos años, desde el canal Encuentro, se dedicó a reivindicar algunos historietistas olvidados, y que actualmente está trabajando en un libro sobre Rastros, una colección de novelas de espionaje entre cuyos títulos –¡casi setecientos!– también hay varias perlas.
Después, por supuesto, también están los advenedizos. En estos momentos, por ejemplo, hay un diseñador gráfico que está utilizando una de esas plataformas de micromecenazgo o crowdfunding para financiar un libro sobre Juan Angel Cotta. El problema es que está solicitando 19 mil dólares para tirar mil ejemplares y prácticamente –nosotros lo entrevistamos– no sabe quién fue Cotta, un dibujante olvidado de los 40 que nos dejó, entre otras cosas, las fabulosas tapas de Los libros del mirasol, y cuya hermana, Blanca, la célebre cocinera, dirigió una colección de ciencia ficción en los años 50, como recuerda Vallini Lawson, que siempre tira datos que nadie más conoce.
Pero bueno: se trata de un caso puntual. Lo cierto es que la gran mayoría de la gente que produce estos rescates lo hace con mucha seriedad y mucha pasión, en parte porque no son lectores de estos géneros populares: son militantes. Pueden disfrutar de una novela de Goethe, de un poema de Walt Whitman, de una pieza teatral de Chéjov, pero nunca cambiarían nada de esto por las novelitas de acción con pulpos mutantes y conspiraciones intergalácticas, ni por esos autores que nunca tendrán un reconocimiento, pero que ocupan un margen imprescindible en la literatura argentina.
Los raros
La Biblioteca Nacional, con su presupuesto cada año más irrisorio, tal vez no pueda rescatar los manuscritos de escritores argentinos que se van a universidades del exterior, pero al menos tiene desde el 2005 una colección muy interesante, “Los raros”, que coedita con la editorial Colihue, y cuyo objetivo es rescatar algunos textos que, por uno u otro motivo, fueron quedando en el olvido. Entre ellos podríamos destacar El tempe argentino, de Marcos Sastre; Vivos, tilingos y locos lindos, de Francisco Grandmontagne; Idioma nacional de los argentinos, de Lucien Abeille; o el inefable Vidas de muertos, donde el nazi confeso Ignacio Braulio Anzoátegui lanza una “risa fascista”, como describió alguna vez Horacio González, sobre varios personajes históricos; pero hay dos libros de la colección que recomendamos especialmente: Viaje maravilloso del señor Nic Nac al planeta Marte, de Eduardo Ladislao Holmberg; e Historia funambulesca del profesor Landormy, de Arturo Cancela. El primero podría decirse que inaugura la ciencia ficción local, aunque el personaje no llega a ese planeta rojo argentinizado a modo de sátira por obra y gracia de la ciencia sino de forma “astral”, de acuerdo a ciertas creencias espiritistas que profesaba el autor; el segundo trata, en clave de humor, de sátira también, sobre la visita de un profesor francés a Buenos Aires, ciudad donde varios porteños esnobs lo arrastran de un lado a otro con el objetivo de siempre: que les diga que Argentina es genial, pedido no muy distinto a la forma en la que opera nuestra mismísima política exterior, que en general se reduce a mendigar inversiones o, al menos, lindos adjetivos.