En la retórica antigua, definida como “el arte de persuadir”, había una primera etapa llamada inventio, donde se recomendaba al orador buscar los argumentos que va a emplear entre los lugares comunes o creencias –topoi, los llamaba Aristóteles– desde que los que piensa el auditorio, y así es por cierto como procedió hace un par de semanas Marcelo Gallardo, cuando luego de haber infringido la prohibición de entrar al vestuario y tener contacto con los jugadores, se sentó frente a los periodistas y dijo: “No me puedo arrepentir de actuar emocionalmente”, afirmación en la que, por supuesto, lo asiste toda la razón.
Desde un punto de vista retórico, al menos, el razonamiento es inobjetable (de hecho, nadie lo cuestionó demasiado) porque parte de una premisa sobre la que –neurociencia mediante, claro– cada vez hay mayor consenso: que la mayor parte de las decisiones que creemos tomar racionalmente son, en realidad, producto de una determinada configuración emocional. Que la razón opera, en todo caso, como una justificación a posteriori de aquello que se cocinó desde una dimensión afectiva o patética (de pathos, ¿no?).
En otro momento, el técnico de River hubiera podido decir: “Me dejé llevar por las emociones, y por eso me arrepiento”, enunciado que suponía un sujeto que aún –y a pesar del psicoanálisis– tenía algo de control, y pedía disculpas o se arrepentía de haberlo perdido. Pero hoy, ¿cómo alguien va a pedir disculpas por actuar como, en esencia –y según nos dicen–, actuamos todos?
En los últimos años, las emociones han pasado a ser una variable central por la que se explican gran parte de nuestras conductas, pero también algunos fenómenos sociales, políticos o incluso económicos. De hecho hoy prácticamente no hay disciplina que no las tenga en la centralidad. Así como en otros momentos se habló de un “giro lingüístico”, o de un “giro hermenéutico”, en las ciencias sociales desde hace algún tiempo se habla de un “giro afectivo”, que en el caso de la sociología, por ejemplo, implica que en muchos casos el foco ya no está puesto en las estructuras, ni en las instituciones (aunque tampoco se las deja de lado), sino en el pathos del individuo, o sea: en aquello que en el siglo XIX –positivismo mediante– habían tenido que dejar afuera para constituirse, precisamente, en ciencias, y evitar así la impugnación epistemológica que les hubiera sobrevenido por estar demasiado cerca de un “espiritualismo psicologista”.
Pero claro que incorporar esta dimensión subjetiva no es fácil, y sobre todo si no se quiere renunciar a la determinación social. Las estructuras no salen a la calle: es cierto. Pero quien sale a la calle –o ejercita sus aptitudes revolucionarias o el denuncialismo desde Twitter– tampoco es un sujeto libre de condicionamientos sociales, y de algún modo lo que tratan de hacer es conciliar ambas posturas.
En realidad, eso es lo que se viene haciendo desde hace mucho: por lo menos desde el Mayo Francés. La novedad, en todo caso, es que la centralidad que fue ocupando nuevamente el sujeto, o el individuo, ahora parecen ocuparla las emociones.
Algo así pasa, por ejemplo, en el caso de Frédéric Lordon, filósofo y economista francés, que acaba de publicar en Argentina La sociedad de los afectos (Adriana Hidalgo), libro en el que intenta esbozar una suerte de “estructuralismo de las pasiones” que abreva en Spinoza (filósofo que le provee una forma de escindir el afecto del individuo y eludir, así, la acechanza del subjetivismo), y donde plantea un movimiento que también se puede aplicar a otros campos. Ya con el individuo devuelto a la centralidad del paisaje teórico de las ciencias sociales, “¿no era lógico –se pregunta– que uno terminara por interesarse en sus ‘sentimientos’ luego de haberse interesado por sus acciones y discursos?”.
En la pedagogía sucedió exactamente eso. A partir de la década del 70, y por influjo del constructivismo piagetiano –casi siempre mal extrapolado–, se empezó a poner al alumno en la centralidad del proceso de enseñanza-aprendizaje, y este movimiento desde hace algunos años parece estar derivando en un privilegio de la esfera emocional por sobre la cognitiva. Desde las ciencias de la educación, que ahora parasitan epistemológicamente en las neurociencias, sostienen que el cerebro solo aprende si se involucra también alguna emoción. En este marco, y según se infiere de lo que afirman algunos gurúes, el docente vendría a ser una suerte de “motivador” que está ahí para suscitar la emoción pertinente en cada situación, o para “educar las emociones”, o en todo caso para “mediar” entre el alumno y el Google, ya que como la información está por todas partes, dicen, todo lo que tiene que hacer el docente es orientarlo en la búsqueda de contenidos, lo que implica, por un lado, una llamativa incomprensión de la diferencia entre lo que es informar y lo que es explicar, y por otro un no menos llamativo desconocimiento del recorte epistemológico que cada docente ejerce sobre el contenido en función de las capacidades de sus alumnos, además de que con todo esto –he aquí lo más riesgoso– estaríamos delegando la función de transmisión de la herencia cultural en algoritmos insondables y en Wikipedia o Rincón del Vago.
Sin embargo, y pese a estos dislates, digamos que la emoción es una variable más que importante dentro del aula, ¿o no son los profesores apasionados los que uno suele recordar con más afecto y los que mejor logran generar aprendizajes? El problema es que, con una formación docente como la actual, es muy difícil generar ese pathos, en gran parte porque la cantidad de materias específicas –o sea, aquellas que tienen que ver con la disciplina que el alumno elige– se ha ido reduciendo en los últimos años, mientras se fueron agregando otras relacionadas a una pedagogía concebida como una “ciencia general de la enseñanza”, todo lo cual da por resultado un docente que sabe “enseñar”, pero cada vez tiene menos conocimiento sobre aquello que está enseñando. Así las cosas, ¿qué pasión puede tener por la biología alguien a quien cada vez se le enseña menos biología? Muy poca, es evidente; pero bueno: digamos que eso es parte de otra discusión.
En lo que respecta a la literatura, o más bien a los discursos sobre la literatura, el tema de las emociones no es nuevo. Ya en su Poética Aristóteles les asigna un lugar privilegiado, cuando habla por ejemplo de ese efecto catártico que le permite al espectador de una tragedia purgar sus bajos instintos, concepto –el de catharsis– que en cierto modo retoman y reformulan en el siglo XX los teóricos de la estética de la recepción, quienes ejercen por cierto el mismo movimiento que mencionamos antes en relación a las ciencias sociales o la pedagogía: ponen al individuo –o al lector, en este caso– en el centro del proceso, en una reconfiguración de la que los booktubers parecen la manifestación más curiosa. Desde una escenografía cuyo fondo suele ser invariable –algunos estantes de libros–, y extrapolando la pregunta de Frédéric Lordon, ¿no era lógico que estos lectores estrellas, que se disputan el cariño de varios miles de seguidores o fans, terminaran juzgando los libros casi exclusivamente por cómo los afectó o por las emociones que experimentaron durante la lectura?
Redes y política. Las emociones no solo devinieron objetos privilegiados en el discurso académico, sino también, y paralelamente, en el discurso cotidiano. Hasta no hace mucho, aunque en cierta medida continúa sucediendo, las emociones se distribuían según estereotipos de género –el miedo, la tristeza, del lado femenino; el enojo, del masculino–, y además, muchas de ellas se circunscribían a una esfera privada, en cierto modo delimitada, en el caso de la escritura, por algunos géneros discursivos como la carta o el diario íntimo.
Por supuesto, hoy las cosas son distintas y la intimidad –también la emoción, por añadidura– no es mucho más que otro objeto de consumo. En su último libro, Kentukis (Random House), la escritora Samanta Schweblin plantea una especie de distopía donde lleva esta conceptualización casi a su paroxismo: construye un universo diegético donde existen unos muñecos, o robots, que se pasean por los hogares fungiendo casi como mascotas y que son manejados de forma remota por personas que, de esta manera –y previo pago del servicio, naturalmente–, se convierten en espectadores de una suerte de reality show personalizado.
En cierto modo la trama, que bien podría ser la de un capítulo de la serie Black Mirror, exacerba con gran inteligencia la forma en que ya operan las redes sociales, convirtiéndonos o bien en exhibicionistas, o bien en voyeuristas, y en este sentido la pregunta que cabe hacerse es qué es lo que estamos mostrando y consumiendo. ¿Qué mensaje está dando quien sube la foto de su simpático y gracioso Yorkshire Terrier o el que narra algún episodio banal de su vida cotidiana?
Excluyendo la variable psicológica individual, y las particularidades de cada caso, digamos que lo que siempre se termina transmitiendo por añadidura es un contenido de naturaleza emocional: los mensajes, de un modo u otro, expresan alegría, miedo, tristeza, ira, indignación. No es casual que en algunas redes se utilice la palabra “estado” para invitar al usuario a que ingrese un contenido verbal o no verbal, ni tampoco debe ser casual que en el caso de Facebook haya, debajo del lugar para escribir el posteo, un emoji sonriente que, al clickearlo, despliega una lista de opciones para introducir un mensaje –“Estoy mirando...”, “Estoy bebiendo...”, “Estoy comiendo...”, etcétera– y que la primera de ellas sea “Me siento...”.
En ese sentido, y retomando la retórica aristotélica –tratado que, de haber sido leído con cierta atención, habría vuelto innecesaria la construcción de un concepto como el de posverdad–, en las redes se puede advertir el predominio de dos elementos más relacionados a la “conmoción”, o a la emocionalidad, que a la “convicción”, o la racionalidad: el ethos y el pathos, o sea: por un lado, el diseño de una imagen de sí a partir de cuestiones aspiracionales; por otro lado, la enunciación de un sentimiento que, a su vez, busca suscitar algún otro sentimiento entre los contactos.
Las redes representan, entonces, una de las tecnologías mediante la cual las emociones pasan de la esfera privada a la esfera pública, y hasta acá no hay nada demasiado serio que se pudiera objetar, más allá de alguna saudade que alguien podría plantear desde un conservadurismo nostálgico.
Lo problemático aparece cuando se advierte que la política empieza a constituir su ágora en un territorio predominantemente emocional como las redes, o a través de los mensajes y cadenas de WhatsApp. Si bien apelar a los sentimientos del auditorio siempre, desde Grecia y Roma, fue un elemento central del discurso político o deliberativo, lo cierto es que las redes –tal vez por eso de que el medio es el mensaje– casi no dejan lugar para el logos, lo deliberativo, el debate de ideas. Duran Barba lo tiene absolutamente claro y por eso propone abandonar las “palabras que transmiten ideas” y recurrir en cambio a las “imágenes que transmiten sentimientos”, giro en el que, por cierto, tiene toda la razón, o al menos si se piensa la política desde un punto de vista maquiavélico, porque esta renuncia a la racionalidad para enfrascarse casi exclusivamente en la apelación al sentimiento es lo que se adapta mejor –otra vez McLuhan– a los nuevos géneros que fueron emergiendo a partir de la tecnología informática.
Así las cosas, ¿qué hay de sorprendente en el hecho de que haya ganado alguien como Jair Bolsonaro y, antes, Donald Trump? Más aún, lo que podríamos preguntarnos es si, en este contexto, en el futuro quedará algún lugar para fuerzas que no representen eso que se viene llamando “populismo” (de derecha, de izquierda), y que sigan apelando a ese sujeto racional que postularon los filósofos de la Ilustración. La respuesta del ex asesor de Trump, Steve Bannon –y cuidado con el spoiler–, es que no: el mundo se verá obligado a decidir entre una de esas opciones, le dijo a El Mercurio hace unos días.
En una línea similar, el filósofo español Manuel Arias Maldonado, que publicó hace poco el libro Democracia sentimental (editorial Página Indómita), postula el advenimiento de un sujeto “post-soberano”, que es alguien que “no se termina de poseer a sí mismo”, un ser ya por completo destronado, y sostiene que las crisis económicas, o institucionales, no bastan para explicar la respuesta irracional que están teniendo algunos electorados. Si bien no hay soslayar que populismos ya ha habido antes –nos dice en un e-mail Maldonado–, “lo que está sucediendo ahora es que “la Gran Recesión –y quizás ya antes, con el 11S– ha instilado en todo Occidente (en Asia apenas sucede) un sentimiento de inseguridad, de miedo, que los actores populistas de derecha e izquierda convierten fácilmente en resentimiento o ira”, y lo que hay de nuevo es que “este proceso tiene lugar en esferas públicas desorganizadas por las redes sociales, que en sí mismas y pese a contener debates racionales en el interior de grupos minoritarios, tienden a reforzar los contenidos emocionales o irracionales del público”, dice.
Ahora bien, esta suerte de “giro afectivo”, o emocional, que estamos atravesando, o que más bien nos atraviesa, también tiene su lado plausible, ¿o no tiene nada que ver este proceso con, por ejemplo, el hecho de que se valore incluso jurídicamente la autopercepción, la verdad sentida, en lo que respecta al género de las personas? ¿Podría haber une “Gerónimo Carolina” en otro tipo de configuración cultural? ¿Y hubiese tenido la misma adhesión la verdad sentida de Calu Rivero?
Por supuesto, tanto ésta como las anteriores son cuestiones que se explican, además, por muchas otras variables, imposibles de abordar en esta nota; pero también habría que considerar si este incipiente espíritu de época o episteme donde la emoción ocupa un lugar cada vez más central no está empezando a configurar un marco general desde el cual ciertos discursos –algunos, loables; otros, reprobables, si lo juzgamos desde un punto de vista ético– pueden emerger con cierta potencia, o pre-potencia, y en el cual visiones aparentemente antagónicas encuentran un espacio de coherencia. El sueño de la razón, lo sabemos, ha producido monstruos: Goya tenía razón. Habrá que ver ahora qué tipo de aberraciones nos deparará, o nos está deparando, el imperio de la emoción.
Nuevos y viejos sofistas
La centralidad de lo emocional y de lo “sensacional” (en el sentido de la sensación) en el plano epistemológico y ético-político no es algo nuevo en la historia del pensamiento. De alguna manera es algo que ya había sido puesto en discusión por la tradición sofística a mediados del siglo V a. C. Puntualmente Protágoras, para quien la medida de todas las cosas pasaba por la sensación particular de cada uno, entendiendo esa sensación en un sentido que podía ser individual o comunal. La medida de la sensación humana como criterio de verdad. Con lo cual ya en la Grecia clásica se discutía acerca de este giro “sensitivo” de la verdad. Y de allí que Platón y Aristóteles, levantándose contra ese enfoque sofístico, hayan formulado, cada uno a su manera, la cuestión de la verdad desde una “medida” trans-individual, desligada de la sensación-afección humana. Milenios más tarde, la medida de la cosas vuelve a estar puesta en la sensación colectiva, cristalizada en las redes sociales. Porque por ahí pasa hoy la medida de la verdad. Nos pronunciamos sobre cualquier cuestión desde un estado-red de interpretado, que saltea toda instancia de chequeo empírico. Lo que pienso acerca de x cuestión es lo que “se dice”. Lo que pienso es lo que siento, lo que se siente. Hoy la verdad se mide a través de la sensación térmica de las redes. Y ello es lo que posibilita, en el plano ético-político, el desplazamiento del logos o del debate argumentado, por la tiranía de la imagen y de la sensitividad. Lo acabamos de ver: manejando astutamente estos dos últimos nervios, se puede ganar cómodamente una elección.
*Lucas Soares. Doctor en filosofía y poeta.