CULTURA
Libro / Reseña

Clásico de la semana: "Museo de la novela de la Eterna", de Macedonio Fernández

Esta "novela" significó para el escritor el trabajo de toda una vida. Se publicó quince años después de su muerte.

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Macedonio Fernández (Buenos Aires, 1874 - ibid., 1952). | Cedoc Perfil

Macedonio Fernández, recordado por sus excentricidades, su arte verbal (y teatral), su legendaria suciedad que espantó a la hermana de Borges en el momento en el que la codiciaba y sus chistes documentales (“si vas a esperar el tranvía no lo hagas en mi casa”), también tuvo aspiraciones presidenciales. Su hipótesis de trabajo tenía lógica: si en la Argentina de 1920 muchas personas se proponían abrir una cigarrería y casi nadie ser presidente, significaba que era mucho más fácil ser presidente que abrir una cigarrería

Esa idea tuvo alguna influencia en las conversaciones de El Molino donde se debatía la sucesión de Hipólito Yrigioyen. Pero aún cuando Macedonio amenazara con ingresar al campo de la acción, lo que en verdad sucedía era que estaba preparando, para la literatura, un personaje antes imaginado para la realidad: el Presidente. Junto con la Eterna, el Presidente es uno de los dos personajes “efectivos” de Museo de la novela de la Eterna, la obra maestra en la que una extraña ficción, asombrosamente moderna, se convierte en un arma de destrucción masiva de la novela realista.

Si nos desembarazamos del eurocentrismo que en las primeras décadas del siglo XX dominó el modo de hacer y percibir la novela, se puede considerar con cierta seriedad que Macedonio Fernández es el espejo sudamericano en el podría haberse visto James Joyce. Se trata de una correspondencia entre periferias artísticas, una especie de reacción gemela contra una época (la época anterior) en la que la novelística fue una “realística”. 

El tributo un poco denigrante que la novela cumple en ofrendarle a la referencia durante el siglo XIX, y en cuyo esquema la realidad se traduce a la literatura como la suma de conductas y escenografías, es cuestionado por una vanguardia deducida de ciertos libros. Museo de la novela de la Eterna es uno de ellos. Cumple con el requisito de desdeñar la narración pura -que se ha vuelto a poner de moda ahora-, se sitúa al borde de la ilegibilidad y, sobre todo, deja una enseñanza para los escritores y los lectores que la quieran escuchar: la ficción nunca debe ser leída como realidad. Ese pacto, el de creer en la ficción, es obsoleto e infantilista y tiene reverberaciones religiosas. Si hay un enemigo de Museo de la novela de la Eterna es la inocencia del lector de un género que ya tenía trescientos años cuando Macedonio Fernández decidió ser escritor.

El contrato que ofrece Fernández es aquél por el que el lector deja de creer para caer en la novela “por encantamiento”. Ya no se trata de entrar a la realidad. ¿Para qué vamos a entrar allí donde ya estamos? La zona que Macedonio Fernández le propone visitar al lector es la de un realismo que no dependa de la realidad. Es prefible depender del delirio, que es la versión inagotable e inexplicable de la realidad, que de la organización plana de sus hechos superficiales.

Museo de la novela de la Eterna es una previa de novela o una novela que falta, una acumulación desordenada de papeles escritos en los años '20 y reunidos, como quien clava una en el corcho, por el hijo de Macedonio, Adolfo de Obieta, en 1967. Aún así, sus raíces todavía están en al aire.